Parar la invasión, ganar la paz

Doce días después de que Putin invadiera Ucrania hay ya algunas pistas sobre lo que está pasando. En medio de la conmoción y las bombas, conviene poner en limpio lo que va despejándose para intentar entender qué ocurre en un momento donde la perplejidad ha sido, de entrada, la primera e inevitable reacción. Como recuerda Fernando Vallespín en este artículo, la situación la caracterizó con enorme precisión el ministro austriaco de Exteriores: “Se acabaron las vacaciones europeas de la Historia”. Y añade Vallespín: “Abandonamos Venus para caer de nuevo bajo el signo de Marte. De Eros a Tánatos, del principio del placer sobre el que habíamos erigido nuestra vida común a la inquietante pulsión de muerte.”

¿Qué ocurrió exactamente la noche del 24 de febrero?

Es posible que nos falte perspectiva aún para entender hasta dónde llegará la onda expansiva de esta detonación, y mientras no se vea el final no se podrá calibrar con exactitud, pero creo que no nos equivocaremos mucho si apuntamos, al menos, a tres cuestiones que sí pasaron la noche del 24 de febrero.

La primera es que saltó por los aires el paradigma de multilaterialismo, disuasión, globalización liberal y paz que desde Occidente habíamos vendido (y nos habíamos comprado a nosotros mismos) desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con excepciones que o bien estallaban lejos de la feliz Europa o bien las considerábamos “guerras civiles”. Vuelta al realismo.

La segunda es que empezó a configurarse lo que muy probablemente acabe siendo la base de un nuevo orden mundial articulado, a trazo grueso, en la disyuntiva entre países autoritarios (nacionalpopulistas dicen algunos, aunque esto necesita matices) y democracias (aunque muchas de ellas se encuentran en franco retroceso como acaba de mostrar el informe V-Dem 2022).

La tercera es que, como en todas las crisis, salieron a la luz las debilidades de cada cual. En Europa, la incapacidad para haber acordado previamente una Política Exterior y de Seguridad Común, no haber sido capaces de lograr un papel propio en el mundo, no disponer de una estrategia defensiva propia, haber permitido (y alentado) la emergencia de una ultraderecha que ha coqueteado —aunque ahora disimule— con Putin y su régimen, y una tardía y lenta transición energética que nos hace seguir dependiendo del gas ruso.

No solo Europa ha dejado ver sus debilidades. Dentro de ella, al menos en España, la izquierda, o una parte de ella, se ha mostrado enormemente incómoda ante una realidad que le cuesta afrontar porque no encaja en los marcos propios, y porque desde el fin de la guerra fría no ha sabido articular un discurso que diera respuesta a los desafíos del momento desde valores progresistas. ¿Qué desafíos? Al menos, los relacionados con tres conceptos claves en política: el dinero, el poder y la guerra. Ahí es nada.

Es imprescindible plantear de verdad si queremos seguir dejando a la mitad de la humanidad fuera de los ámbitos de decisión. Si no, miren las fotos de la mesa de negociación entre Rusia y Ucrania. ¿Adivinan qué mitad de la población no está representada?

¿Cuáles son ahora los objetivos?

Así las cosas, y mientras vamos afinando el análisis en la medida que las imágenes aterradoras y los muertos, heridos y refugiados nos permiten mantener la cabeza fría, el objetivo ahora es doble. Por un lado, parar la invasión, que equivale a ganar la guerra. Como no soy experta en cuestiones de estrategia militar, nada puedo aportar en este punto, más allá de clamar por la protección de las personas refugiadas. El segundo objetivo, que de conseguirse ayudará a ganar la guerra, es ganar la paz, es decir, apostar por una Europa que llegue a ser lo que dice querer ser. Para ello, y aprendiendo del horror que tenemos delante, necesitamos avanzar en unos cuantos puntos:

  1. Acelerar todo lo posible la transición ecológica para hacer frente al cambio climático (aquí el último informe, por si alguien no está suficientemente aterrado con la guerra) y desarrollar la famosa autonomía estratégica en este campo que acabe con la dependencia del gas de Rusia y Argelia. Por cierto, tras la toma de Zaporiyia, ¿somos conscientes ya del riesgo que supone la energía nuclear? Y no solo por accidentes o por los residuos, también por lo que tienen de objetivo estratégico en caso de guerra y/o ataques terroristas.
  2. Fortalecer la democracia, que es tanto como recuperar la maltrecha confianza en las instituciones de forma que la ultraderecha no pueda galopar a lomos del cabreo y la desafección. Aunque ahora recelen y disimulen, incluso destruyendo sus fotos con Putin, sus lazos han sido claros durante años.
  3. Acabar con los paraísos fiscales y la vista gorda hecha a los oligarcas rusos que durante décadas han campado a sus anchas en nuestras costas o en la city de Londres, entre otros sitios. Bienvenida sea ahora la inclusión de Rusia en la lista negra de los paraísos fiscales y las dificultades impuestas a los oligarcas rusos, pero vamos tarde y el precio a pagar está siendo enorme.
  4. Establecer políticas migratorias basadas en el enfoque de Derechos Humanos y cortar de raíz toda discriminación entre los refugiados que atraviesan las fronteras.
  5. Tomarnos en serio un modelo de globalización basada en el respeto de los Derechos Humanos y apostar de una vez, si es que nos lo creemos, por unas Naciones Unidas dignas de tal nombre. Si no, mejor disolverlas.

Finalmente, es imprescindible plantear de verdad si queremos seguir dejando a la mitad de la humanidad fuera de los ámbitos de decisión. Si no, miren estas fotos de la mesa de negociación entre Rusia y Ucrania. ¿Adivinan qué mitad de la población no está representada?

Y por cierto: ¡Feliz 8 de marzo! 

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