Siento decirles que las maldiciones divinas no existen

El Savater (de antes) que escribió, entre otros, Ética para Amador y su continuación, Política para Amador (Ariel), afirmaba hace una década que la pregunta que los seres humanos libres han de hacerse no es qué va a pasar, sino qué vamos a hacer. En efecto, sabernos libres supone reconocer que no existen las maldiciones divinas y que estamos obligados, por tanto, a tomar decisiones. Si esas maldiciones existieran sería más fácil. Ya no sería preciso actuar en ningún sentido, ni siquiera darse mal por cualquier acontecimiento conflictivo. Bastaría con constatar, sin más, que la crisis climática está detrás de la virulencia de catástrofes como la dana de Valencia o los incendios que arrasan Los Ángeles y que, en efecto, como acaba de acreditar el sistema Copérnicus, 2024 ha vuelto a batir récords de temperatura superando ya el incremento de 1,5ºC de temperatura media que el Acuerdo de París planteaba como límite deseable para no sobrepasar. Sería cosa de la fatalidad, ante lo cual sólo cabría la resignación.

Lo mismo pasaría con el desarrollo de la inteligencia artificial. Sería suficiente con ir leyendo los avances científicos y técnicos, integrando sus artefactos en nuestras vidas de forma acrítica y avanzar cual manada por la senda de sus designios. Mientras tanto, iríamos comprobando cómo X, Facebook, Twitter o TikTok campan a sus anchas, eliminan verificadores, se sustraen a cualquier regulación y van ocupando, cual mancha de aceite, el espacio de la conversación pública en un contexto de desconfianza en los medios de comunicación. ¡Qué le vamos a hacer! Así lo han querido los dioses.

Si queremos parar las consecuencias de la crisis climática hay que empezar por dejar de quemar combustibles fósiles y dar alternativas que lleguen al conjunto de la población

Nada más lejos de la realidad. Ninguno de los ejemplos que aquí se describen son maldiciones divinas ni tienen carácter de inevitabilidad. Al contrario, lo que de ellos sea dependerá de lo que hagamos. Lo siento, pero no vale refugiarse ni en la pereza ni en el fatalismo. Máxime cuando todo esto ocurre en un momento en el que disponemos de enorme cantidad de conocimiento; tanto, que hasta somos conscientes del grado de incertidumbre que nos toca asumir.

Si queremos parar las peores consecuencias de la crisis climática hay que empezar por dejar de quemar combustibles fósiles y dar alternativas que lleguen al conjunto de la población. Si queremos que la inteligencia artificial nos ayude a tener mejores diagnósticos médicos, a predecir terremotos o a optimizar la eficiencia energética, y no a otras cosas,  hay que regular para que así sea, en línea con lo planteado por el grupo de expertos que Naciones Unidas ha convocado al efecto (ver aquí). Y si queremos que las redes sociales se atengan a las normas del juego que como sociedad nos hemos dado, necesitamos políticas públicas con medidas de formación, información, incentivos, normativa adecuada y aplicar ya la que existe. Así lo hizo Brasil hace unos meses cuando consiguió pararle los pies a X –quien tuvo que avenirse a cumplir la legislación brasileña–, y acaba de darle 72 horas a Zuckerberg para que explique el fin de las verificaciones en Facebook. Incluso el Tribunal Supremo de Estados Unidos está encontrando la manera de meter en vereda, e incluso cerrar, la plataforma china Tik Tok. Mientras, el famoso Reglamento de Servicios Digitales que la UE aprobó en 2022 parece no tener respuesta para estos casos ni a nivel europeo ni en países como España, donde todavía no se ha desarrollado.

Cada uno de los grandes fenómenos que nos rodean son complejos, muchos de ellos relativamente nuevos, y suponen desafíos que van mucho más allá de ellos mismos. La crisis climática no es (sólo) un problema de temperaturas, sino que lo cambia todo: la sociedad, la economía, la política, las catástrofes… La Inteligencia Artificial nos sitúa en un mundo nuevo que ni siquiera conseguimos imaginar; y las redes sociales, en un contexto de crisis de confianza en los medios de comunicación, están cambiando la conversación pública con notables dosis de contaminación. Que todos estos fenómenos sean difíciles de resolver, y que conforme se va dando salida a uno aparezcan otros asociados a los anteriores, no quiere decir que no haya nada que hacer. Al contrario, la urgencia está hoy en dar respuestas adecuadas para hacer de cada uno de estos desafíos una oportunidad para vivir mejor. 

Ya lo siento, pero somos libres. Y por tanto, tenemos que elegir y actuar. Incluso si no elegimos, ya estamos eligiendo. Los responsables públicos en su esfera de poder, y la ciudadanía, organizándose para exigir que así lo hagan y ayudando a avanzar en el camino elegido. ¿O preferirían vivir bajo el cielo protector de las maldiciones divinas?

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