El triunfo del punk o por qué nuestros hijos vivirán (o no) peor que nosotros

Si bien el futuro siempre ha sido una preocupación del presente, de unos años a esta parte ha suscitado un interés especial, dedicándosele reflexiones, análisis y debates que recorren todos los aspectos del posible o previsible porvenir. Aquí, por ejemplo, se pueden ver las ponencias del V Congreso Córdoba ciudad de encuentro y diálogo, dirigido por el profesor Torres Aguilar bajo el título “¿Hay futuro en el futuro?”.

La crisis del 2008 acabó con esa idea de la Historia como una línea ascendente de progreso en la que cada generación viviría indudablemente mejor que la anterior. Como no me canso de repetir, en la primera década del siglo XXI les habíamos pedido a nuestros jóvenes más despiertos y voluntariosos que estudiaran, aprendieran varios idiomas, salieran un par de años fuera de España a mejorar su formación, y al regresar disfrutarían, al menos, del mismo nivel de bienestar y confort que habían tenido en sus familias. Ellos cumplieron con su parte del trato, pero a su vuelta, en el mejor de los casos, apenas conseguían ser mileuristas. Estos jóvenes, acompañados de sus madres y padres que se sentían también estafados, fueron el 15M.

A partir de este momento se empezó a generar la idea de que nuestros hijos, nuestras hijas, iban a vivir peor que nosotros, mezclando en el mismo debate preguntas, ideas y datos enmarañados en el simplismo de esta máxima. Habría que empezar por definir qué es vivir mejor, pero como esa discusión no cabe en una columna, me guiaré por los criterios habituales, sin renunciar a profundizar en este asunto cuando sea posible. Vayamos por partes.

Si lo que nos preguntamos es si nuestros hijos, que hoy tienen 20 años, viven mejor o peor que cuando nosotros teníamos la misma edad, la respuesta es clara: viven mucho mejor. Mejores condiciones materiales de vida, mayor acceso a la información y al conocimiento, mayor reconocimiento de derechos y libertades, y un largo etcétera de indicadores en la misma dirección. Claro que tales condiciones son en gran medida la consecuencia de conquistas políticas y sociales logradas, a veces mediante grandes sacrificios, por generaciones anteriores. Algo que quizá no comprendimos las generaciones siguientes, que en buena parte lo dimos por ganado.

Hoy cualquier radiografía social muestra una imagen de mayor desigualdad, precariedad en el empleo y dificultades en asuntos básicos como el acceso a la vivienda

Por eso, si lo que nos inquieta no es comparar cómo viven ahora nuestros hijos e hijas, sino cómo vivirán cuando alcancen los 50 que tenemos nosotros ahora, la cosa ya no está tan clara. Aparece en el horizonte una cuestión subjetiva, imposible de objetivar con dato alguno, que es la percepción del futuro construida desde el presente. Hoy cualquier radiografía social muestra una imagen de mayor desigualdad, precariedad en el empleo y dificultades en asuntos básicos como el acceso a la vivienda. Si a esto se une lo que, según el Eurobarómetro y otros estudios, son las sensaciones más extendidas actualmente —la incertidumbre y la impotencia—, acabamos abocados a una visión determinista que concluye con el convencimiento de que nuestros hijos, nuestras hijas, vivirán peor que nosotros y nosotras. Ahora bien, cuando esta valoración se hace por parte de los que rondamos la cincuentena, estamos demostrando muy poca o ninguna confianza en las generaciones más jóvenes, dando por hecho que serán incapaces de imponer un impulso de progreso al futuro. Y si quienes la hacen son nuestros jóvenes, ¿no están refugiándose en una enorme excusa victimista para la rendición, abandonándose a la inacción y el fatalismo?

Una cosa es diagnosticar problemas claros y graves que las generaciones más jóvenes tienen, y otra admitir sin más que vivirán peor que sus padres. En este sentido, dos problemas asoman con fuerza. En primer lugar, la vivienda, inasequible hoy para buena parte de la población, y más para los más jóvenes, en especial en las grandes ciudades. No es de extrañar que la Ley de Vivienda sea uno de los asuntos claves para este Gobierno.

En segundo lugar, la igualdad de acceso a la formación y al conocimiento. Podrá aducirse que hoy existe una amplia oferta formativa —universitaria y no universitaria— al alcance de la enorme mayoría de la población, algo que no ocurría hace dos generaciones, y es cierto. Pero aquí aparece otro elemento de preocupación, que es la nueva estrategia seguida por las élites para diferenciarse y que va a estar en la base del incremento de la desigualdad. Hace cuatro o cinco décadas el mero paso por la universidad permitía obtener las credenciales suficientes para aspirar a un buen empleo y calidad de vida. Hoy sabemos que no es suficiente. Quien ha obtenido un grado en cualquier universidad y sale a buscar trabajo no tendrá mucho que hacer frente a quien ha estudiado un doble grado o dos carreras, completadas con algún master fuera de España y a ser posible algún título en algún centro europeo o norteamericano de prestigio, mientras su familia corre con los gastos el tiempo necesario. En ocasiones, esta situación se alarga hasta casi los 30 años. En efecto, conforme las sociedades avanzan, las credenciales exigidas son mayores; pero si esto no se corrige se vulnera la igualdad de oportunidades, algo que se deja notar ya. Si alguien piensa que la clave está en el esfuerzo que le eche un ojo al último libro de Sandel, La tiranía del mérito.

En suma, una cosa es que los jóvenes tengan problemas objetivos como los aquí descritos, y otra muy diferente es que demos por hecho que están condenados a un destino fatal. Conviene preguntarse qué es lo que lleva a este camino de zozobra. Un análisis de los estudios con más trayectoria muestra a las claras el triunfo del punk: el futuro ha muerto, no existe.

Conscientes de que la modernidad fue garantía de progreso, aunque hoy venimos comprobando que puede dar pasos atrás, se renuncia a la pelea —lucha de clases lo llamarán algunos— para bajar los brazos rendidos ante tendencias que se antojan gigantes: la revolución tecnológica, la globalización, la crisis climática, los movimientos migratorios, etc. Se abona así una actitud determinista y fatalista y se renuncia a la transformación social olvidando algo fundamental, que es que las sociedades cambian todos los días, y en momentos convulsos como ha sido esta pandemia, mucho más.

El modelo de globalización, el paradigma neoliberal, la minimización del Estado y el desprestigio de lo público, ideas triunfantes hace apenas tres años, están todas hoy en cuestión, incluso por parte de algunos de quienes con más ahínco las defendían. ¿Cómo se puede renunciar al cambio social en plena era de cambios y abandonarse a una suerte de apocalipsis inevitable?  Lo dice Sloterdijk en esta entrevista: “La democracia necesita un mínimo elemento de esperanza en que las cosas mejorarán en el futuro o al menos que las pérdidas no serán demasiado importantes”. Es una invitación a modelar el porvenir estudiando, trabajando, creando, imaginando y luchando por todo aquello —libertades, derechos, dignidad— que, tengámoslo claro, ni los jóvenes ni nadie tienen garantizado de antemano. Tampoco perdido.

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