Se cumplen cinco años del exilio fiscal de Juan Carlos I de Borbón en Abu Dabi. Cinco años en el desierto, cinco años de damnatio memoriae, cinco años de silencio. Lawrence de Arabia, fascinado con el Wadi Rum de Jordania, afirmaba que el desierto purificaba el espíritu. Sólo el desierto está limpio. En Los siete pilares de la sabiduría, dejó escrito que “el beduino, nacido y criado en él, ha abrazado con toda su alma esta desnudez excesivamente áspera para los demás, por la razón, sentida aunque no expresada, de que allí se encontraba indudablemente libre”.
Todo el mundo sabe que Juan Carlos de Borbón despreció los vínculos materiales, las comodidades, todas la cosas superfluas y demás complicaciones de la vida española, tan real, tan superlativa, tan alocada, con el fin de alcanzar una libertad personal que rondaba la inanición y la muerte en el desierto. Todo el mundo sabe que arriesgó su corona durante el golpe del 23F y que su vida ha sido, qué duda cabe, una sinfonía borbónica, como si las leyes que sancionara desde la Transición hasta su abdicación fueran sólo el descanso intermitente de la orgía perpetua de una vida dedicada con absoluta abnegación a los españoles.
En breve, Juan Carlos publicará sus memorias. Llevarán por título Reconciliación y buscan recuperar la biografía de un hombre que, afirma el emérito, otros le han arrebatado. Se supone que esos otros somos nosotros, la prensa, la canalla, los rojos y unos cuantos desarrapados que merodeamos como hienas el Palacio Real, la Corte de los Leones y el chigre. El infierno son los otros, dijo Sartre. El Borbón borbonea. La reina Sofía, como una diosa Cibeles, ha vivido prácticamente separada de su marido toda una vida. El infierno es el rey, podría haber dicho Sofía. Las monarquías tienen algo de profecía autocumplida. Victoria Eugenia de Battenberg, esposa de Alfonso XIII, también tuvo un matrimonio lacónico y fingido. Sólo se les veía juntos en la berlina de los toros.
Todo lo demás han sido negocios y comisiones, corinas y amnistías fiscales. El rey vive en Abu Dabi como un rey de hoteles, siempre sospechoso, siempre condenado, rodeado de jerifes que le dan mal vivir, mientras observa las dunas del desierto, esperando la muerte. Escribir unas memorias o unas confesiones borbónicas en la última hora siempre ha tenido algo de toque a rebato final, lo que nos da pie para recordar que el próximo 22 de noviembre se cumplen los 50 años de la coronación de Juan Carlos I de Borbón con la edad provecta de un anciano cercano a su fin. Algunos, que llevamos el veneno en la sangre, ya estamos pensando en su entierro, porque en España somos muy de enterrar al personal con la grandeza que despilfarraron a lo largo de su vida. ¿Merece o no Juan Carlos de Borbón un funeral de Estado? Esa es hoy la cuestión que algunos llevamos planteando desde hace más de un año cuando nos hablan del rey emérito. La dignidad del pueblo español, humillado y ofendido, no merece ver el féretro de un defraudador portado desde la Gran Vía sobre un armón tirado por cuatro corceles negros. O sí.
Dice José Antonio Zarzalejos que la Casa Real está muy preocupada con las confesiones que Juan Carlos pueda expresar en su libro. Zarzalejos es el hombre/institución de ojos vivos, nariz aquilina y mentón de los Austrias, como un noble vasco que lee todas las mañanas el Abc desde su cama y después suspira embriagado por la melancolía. Uno piensa que el gran periodista habría sido un buen jefe de la Casa Real, siempre en todas las ferias, elegante y vanidoso, culto y conspirador. No tardaremos mucho en observar cómo una parte del país se pone de acuerdo con la otra para celebrar el 50 aniversario de la muerte de Franco y de la posterior coronación de Juan Carlos. Y uno también cree, ingenuo y malvado, que nos saldrá un aniversario objetivo, histórico, informativo, despejado como la frente de Zarzalejos o como el desierto de Lawrence, donde la furia borbónica del rey se ha desatado contra Felipe y Letizia.
El 23 F fue un día sin tiempo, el día que no ocurrió, el día que el Rey y Armada pararon los relojes del Congreso y con él todos los relojes de España
Porque la figura de Juan Carlos apenas mueve ya a nadie. Digamos que el acontecimiento histórico está enterrado bajo el devenir del tiempo, como si la tumba de la Historia demostrase que nunca es eterna. El tiempo va devorando sus ideas y sus colores. Las leyes que regulan los secretos de Estado, también. Pronto averiguaremos que la intentona golpista del 81 fue un aquelarre de tricornios en actitud suicida, guardiaciviles con el trueno en la mano disparando a la techumbre del Congreso, una nube de soldados en carros de combate sin dirección y el verde batallón de Milans del Bosch tomando el corazón de las glorietas con la pose marcial de un perro ladrándole al cielo.
El 23F fue un día sin tiempo, el día que no ocurrió, el día que el rey y Armada pararon los relojes del Congreso y con él todos los relojes de España. El gobierno desclasificará los informes que se tienen sobre el 23F, cuando Juan Carlos vivía su idilio ecuestre con los golpistas, razón de mas para que todo lo que le vino después fueran todas las fiestas de mañana, aquellas en las que se le metía en la alcoba una vedette y se llevaba al bolsillo una comisión, como una sinfonía borbónica de putas, dinero y leyes. Reconcialiación... ¡Bah!
Se cumplen cinco años del exilio fiscal de Juan Carlos I de Borbón en Abu Dabi. Cinco años en el desierto, cinco años de damnatio memoriae, cinco años de silencio. Lawrence de Arabia, fascinado con el Wadi Rum de Jordania, afirmaba que el desierto purificaba el espíritu. Sólo el desierto está limpio. En Los siete pilares de la sabiduría, dejó escrito que “el beduino, nacido y criado en él, ha abrazado con toda su alma esta desnudez excesivamente áspera para los demás, por la razón, sentida aunque no expresada, de que allí se encontraba indudablemente libre”.