¡Aún dicen que el pescado es caro!

La escena se desarrolla en la bodega de un barco de pescadores, pequeña eslora, casco de madera. Lo sabemos por las paredes combadas, rematadas por cuadernas que, a cada tanto, parecen el único elemento de orden dentro de la estancia. La luz invade el espacio desde la escotilla con maestría, al fondo destaca el brillo vivo del pescado, mañana de plena faena en el Mediterráneo. Entre el desorden de cabos y aparejos, un farol, apagado y colgado del mástil, se inclina a la izquierda, producto del oleaje, algo que también atestigua el agua de una palangana que asiste en primer plano al suceso. Dos hombres de rodillas asisten a un tercero, postrado, mucho más joven que sus caras curtidas por demasiados años en el mar. Sus rostros están en esa peligrosa frontera donde la tensión empieza a dar paso a la abnegación. Uno de ellos mantiene en alto la cabeza al herido, el otro intenta taponar una hemorragia en el vientre que, por lo cuantioso del derramamiento, intuimos mortal.

La escena, cargada de ruido, movimiento y olor, no pertenece a ninguna película, sino al cuadro ¡Aún dicen que el pescado es caro! realizado por Joaquín Sorolla en 1894. El siempre celebrado como pintor de la luz, de quien en este 2023 celebramos su centenario, nos dejó, además de sus célebres pinturas de sol, playa y viento, trabajos cargados de realismo social. Retratar a unos pescadores era convencional, hacerlo en el momento en que uno de ellos ha sufrido un accidente de trabajo, mucho menos. El título de la obra procede del pasaje final de Flor de Mayo, novela del escritor, también valenciano, Vicente Blasco Ibañez, con quien el pintor mantuvo amistad y afinidad ideológica y creativa: “Allí estaba el enemigo, el verdadero autor de la catástrofe. Y el puño de la bruja del mar, hinchado y enorme, siguió amenazando a la ciudad, mientras su boca vomitaba injurias. ¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban al comprar en la pescadería! ¿Aún les parecía caro el pescado?”.

El accidente laboral es la expresión más dramática del conflicto capital—trabajo, aunque, por necesidades del guión, lo reduzcamos a una fatalidad

El tiempo pasa y la pintura, que fue premiada al año siguiente de su creación en la Exposición Nacional de Bellas Artes, queda como testigo de una época que nos parece más que distante, las postrimerías de un siglo XIX que estaba a punto de finalizar. Pensamos, de hecho, que el mundo de aquellos hombres ya no existe, que el país es otro, que nuestras preocupaciones se hallan, por tanto, distantes de las que conmovieron a Sorolla y le llevaron, con tan sólo 31 años de edad, a fijarse en la vida, en la realidad, en su parte más cotidiana pero también más dura. Las personas son sobre todo lo que hacen y lo que hacen viene marcado, en la gran mayoría de los casos, por su trabajo. El del pintor que se vuelve cronista de algo que es mucho más que una desventura, el de los pescadores sometidos a más carga de faena de la que pueden soportar. El error, quizá con un garfio descuidado que abre el vientre del joven, no lo produce la mano de quien trabaja, sino la del mercado, que para algunas cosas es bien visible y material.

El tiempo pasa y el país cambia. Pero el trabajo sigue siendo lo que nos define como personas en la medida en que modula nuestra vida, en sus tiempos, en sus posibilidades e incluso en sus querencias. Sin embargo, a pesar de la evidencia y el peso de lo laboral, hoy, a diferencia de hace cien años, lo que poseemos, o lo que creemos poseer, manda en nuestra identidad sobre lo que hacemos. Por eso la derecha suele ganar las elecciones, por eso los sueldos de quien produce se estancan, por eso no hay casi pintores, ni escritores, que se fijen en quienes mueven nuestra sociedad. El tiempo pasa y el país cambia, el trabajo permanece, aunque no queramos mirarlo de frente, organizarnos en torno al mismo, inconscientes del poder que tiene el que labora sobre el que especula. El primero es imprescindible para el funcionamiento de la realidad, el segundo tan sólo se dedica a los juegos de manos tan del gusto del sector financiero. Adivinen quién manda.

El tiempo pasa y el país cambia. Pero el año pasado, en España, los accidentes laborales se dispararon un 17 '2%. A nadie pareció importarle demasiado. Supongo que lo primero para solucionar un problema, en nuestra época, es fingir que no existe. Eso o escribir columnas humorísticas con la decisión del Tribunal Supremo sobre un tropezón en la pausa del café. Más de un millón de accidentes de trabajo, de los que 826 fueron mortales. Ochocientas veintiséis personas que se levantaron una mañana y acudieron a realizar su empleo pero no volvieron. Ochocientas veintiséis familias recibieron una llamada, el día menos pensado. Ese tipo de conversaciones que acaban siempre de una manera muy diferente a como empiezan. Ese tipo de irrupciones que marcan un antes y un después definitivo en quien descuelga el teléfono.

El accidente laboral es la expresión más dramática del conflicto capital—trabajo, aunque, por necesidades del guión, lo reduzcamos a una fatalidad. También una forma de conocer nuestro sistema productivo. La primera causa de muerte en el trabajo son los infartos y los derrames cerebrales. Eso contando tan sólo los que se producen en algún momento de nuestra jornada laboral, los que quedan contabilizados dentro de las estadísticas de esta manera. Véanlo como quieran. A mi juicio parece evidente que vamos mucho más rápido de lo que deberíamos ir y que eso acaba pasando factura. Lo peor es que en nuestros tiempos, realmente desde hace mucho, no haría falta trabajar tanto ni tantas horas para disfrutar de una sociedad próspera. Pero no trabajamos por necesidad social, sino de acuerdo a la necesidad de beneficio privado. A una competición tan absurda como descarnada que, para colmo, acaba saturando las arterias del sistema cada tanto y hundiéndolo de avidez. Sí, el capitalismo es tan inhumano como ineficiente.

La escena se desarrolla en la oficina de una torre acristalada en el centro financiero de una gran ciudad. Lo sabemos por las paredes blancas y acrílicas, tan falsas como la planta de plástico que destaca, al fondo, por su verde petróleo. Todo está bañado en esa luz fluorescente, blanca e irreal, que es devorada por la moqueta gris que tapiza el suelo. Dos sujetos, uno con la americana, otro arremangado, miran a un tercero que se ha desplomado sobre la mesa. Uno le pone una mano en la espalda, parece decir algo, quizá el nombre de quien yace con la mirada perdida. El otro habla por el móvil, con la expresión de quien da unas señas y apremia a la ayuda a llegar lo antes posible. En la pantalla, el cursor ha emprendido una veloz huida hacia ninguna parte, impulsado por la cabeza de quien se ha roto, que reposa sobre el teclado, en un último gesto de productividad. No tienen a nadie que les pinte

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