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Aznar y el ardor

Septiembre es un mes de inicios, de proyectos, de anhelos, un tiempo donde, a poco que uno muestre disposición, todo está por ocurrir. Para muchos comienza el curso, la temporada y, en cierta medida, el año. Septiembre es el mes más esperanzado del calendario porque vuelve a situar el marcador a cero, dándonos la oportunidad de imaginar que, esta vez sí, caminaremos por una senda que está por decidir.

Esto, que vale para la vida, debería también valer para la política, aquella disciplina que se encarga de encontrar soluciones a los conflictos para permitirnos avanzar hacia el futuro. La política debería ser, por definición, un septiembre permanente, la manera práctica de solventar los problemas mediante una ideología, la llave que abra las cerraduras más enmohecidas.

En España, sin embargo, hay un reducido grupo de individuos que se niegan a otorgar este valor de progreso a la política. Son aquellos que la contemplan con intención museística, en el mejor de los casos, o como un cepo para atrapar la pierna de todo aquel que intenta avanzar. Es precisamente esta manera restrictiva de entender la política la que no sólo la vuelve inútil, sino un foco de disputas inacabables.

A estos individuos les podríamos conocer como los guardeses porque su labor, por mucha pompa de la que se recubra, tiene como objetivo mantener un orden del que se benefician pero del que, ni de lejos, son sus principales protagonistas. Viven en la finca, la vigilan con celo de mandíbula de perro de presa, pero los dueños son otros. De todos ellos, José María Aznar ocupa un papel destacado.

Aznar, que siempre se ha pensado un estadista de talla internacional, uno de esos líderes cuyas palabras requieren de escribano, no alcanza, en efecto, ni para sereno de posguerra. Uno de esos personajes que se pensaba un pilar de la civilización cristiana, el último baluarte de la cruzada nacional, cada vez que espantaba a un borracho o chistaba a una pareja que se metía mano en la intimidad de las sombras.

A Aznar, como a esa pareja que saludó a la España del cambio desde el balcón del Palace en 1982, no les importa eso que se ha dado en llamar la amnistía, sino que, por encima de todas las cosas, nadie se olvide de ellos. La angustia no es noventayochista, sino personal, un nudo en la garganta por abrir el periódico y no ver su nombre. Mandar, haber mandado mucho, deja mella si no se cuenta con la virtud de la humildad.

Aznar, que siempre se ha pensado un estadista de talla internacional, uno de esos líderes cuyas palabras requieren de escribano, no alcanza, en efecto, ni para sereno de posguerra

De la amnistía sólo sabemos dos cosas. La primera es que deberá ser aprobada por el poder legislativo, es decir, por la máxima representación de la soberanía nacional. La segunda es que deberá ser constitucional, escrupulosamente constitucional, en su fondo y forma, si lo que quiere es no arrugarse como el papel ante la hoguera de las togas. Y ya. Todo lo demás son fuegos artificiales.

Por eso, que en este estado primario de las cosas, tengamos a los tres guardeses dispuestos a enmendar la plana a la nada, responde en primer lugar a ese ardor de estómago de quien espera sentado a la vera del teléfono una llamada que nunca llega. También, en el caso de la pareja de antiguos dirigentes socialistas, a la descarada animadversión que tienen a Pedro Sánchez, por romperles la batuta el día que ganó las primarias.

Lo de Aznar es aún peor y desde luego mucho más peligroso. Porque don José María forma parte, además de la nómina de guardeses, de ese tercio regresista que pretende hacer involucionar al país a un estado de las cosas anterior a 1978. Se dicen constitucionalistas de una constitución que nunca votaron, porque decirse herederos del búnker, falangistas sentimentales y conspiradores de sacristía es mucho más largo y, a la larga, mucho peor.

Aznar es la manifestación corpórea más definida de ese gas de trinchera que lo que quiere, para ser claros, es convertir Cataluña en el Belfast de los años 70. Un incendio del que sacar tajada electoral y, más allá, la coartada para disciplinar al resto del país. Con el concurso de los independentistas, que no son su antítesis, sino su torpe pareja de baile, estuvieron a punto de conseguirlo hace cinco años.

Por eso ahora se ponen nerviosos, no por cuestiones legales, ni siquiera por una españolidad mal digerida, sino porque si esta legislatura sale adelante se les acaba la función. Y si eso pasa, su discípula, Isabel Díaz Ayuso, ve peligrosamente mermado su campo de juego y por tanto su salto a la política nacional. De esto va la vaina, no de otra cosa, por muchos gallitos marciales que den.

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