Boric y la izquierda española: qué encierran los análisis sobre Chile

La victoria en las presidenciales chilenas de Gabriel Boric, candidato por Apruebo Dignidad, la coalición de coaliciones entre el Frente Amplio y el Partido Comunista, es una gran noticia. Y lo es porque puede ser la constatación de una frase que, desde el estallido social de octubre de 2019 a marzo de 2020, se ha hecho célebre: el neoliberalismo nace y muere en Chile. La restauración contra el Estado del bienestar encabezada por Thatcher y Reagan tuvo su ensayo en el país que vio cómo Pinochet se alzaba contra Salvador Allende en 1973. El neoliberalismo fue siempre algo más que un modelo económico basado en el fanatismo de mercado, fue el proyecto de dominación de clase mediante resortes políticos, económicos y culturales que pretendieron una subversión democrática mediante la conculcación progresiva de derechos, pero también mediante el alzamiento de las armas llegado el caso.

La victoria de Boric se reviste por tanto de un carácter simbólico e histórico para un país que pagó caro el proyecto del socialismo democrático, pero también para un continente latinoamericano que, después de la primera ola de gobiernos de izquierdas de los dos mil, contestada por una reacción que incluyó procesos golpistas, retoma el aliento de formas heterogéneas. Desde Ciudad Juárez a Tierra de Fuego vuelve a haber un número notable de países, por población y potencia económica, con gobiernos progresistas contrarios a lo neoliberal, no exentos de problemas e incluso de posturas en conflicto, que esperan a las próximas elecciones brasileñas de octubre como la cúspide de la nueva etapa. Sin embargo, esos cambios no sólo han operado en la izquierda.

El líder del Partido Republicano, José Antonio Kast, contendiente de Boric, encabezaba una propuesta de extrema derecha, neoliberal en lo económico y ultraconservadora respecto a los derechos civiles, que reclamaba sin esconderse el legado pinochetista. La victoria progresista no puede ser analizada sin tener en cuenta este factor, ya que los votantes de centro-izquierda, pero incluso un sector de los de centro-derecha, han votado por Boric como una forma de oponerse a Kast, quien aparecía como una amenaza contra la democracia. No se trata de restar virtudes a Boric, sino de afirmar que la derecha en Latinoamérica, a la par que la española, ha emprendido un camino de radicalización tan súbito que espanta incluso a sus sectores más centristas. Convendría no olvidar, eso sí, que Kast ganó la primera vuelta de las presidenciales: la extrema derecha ha dejado también de ser minoritaria.

Si las elecciones chilenas han sido seguidas en España con atención, además de los evidentes lazos históricos, económicos y culturales que unen a ambos países, ha sido, en primer lugar, porque una victoria de Kast hubiera espoleado a Vox, partido con el que ha mantenido una fluida relación, pero también a un PP que se intentó situar mediante la última gira latinoamericana de Casado, con final el 11 de diciembre en Santiago. El presidente del PP declaró que le preocupaba “la posible deriva en Chile hacia posiciones que en España ya sufrimos, como Podemos en un Gobierno patrocinando los regímenes iliberales, por no decir dictaduras, en la región como el caso de Cuba, Nicaragua y Venezuela”. Respecto a Kast dijo no tener opinión, ya que no lo conocía. Una vez más el problema no es que Vox se muestre tal y como es, sino que el presidente del PP maneja un peligroso cálculo mezquino respecto a la ultraderecha tanto española como mundial.

Pero la relación entre las derechas no ha sido el único nexo con las presidenciales chilenas. La victoria de Boric se ha comparado con lo que Podemos pudo lograr en España. Los paralelismos, además de ideológicos, son generacionales. Boric es hijo de un militante de la democracia cristiana, la derecha centrista, que comenzó su andadura política en las protestas estudiantiles de 2011. El ya presidente se ha reivindicado en una línea entre la socialdemocracia y el progresismo alternativo, como vector cultural para diferenciarse del centro izquierda de la Concertación. Reducir, no obstante, la coalición Apruebo Dignidad a Boric sería tanto como pensar que el último ciclo de protestas, definitivo para impulsar el proceso constituyente y la victoria progresista, sucedió tan solo porque unos estudiantes protestaron por la subida de los transportes públicos. Los personajes y las anécdotas son útiles para marcar los procesos, pero no los crean, sino que son producto de los mismos, de las condiciones materiales sobre los que se asientan.

Aunque la tónica en la izquierda española ha sido de alegría generalizada, una a la que hasta se ha sumado el presidente Sánchez, sectores minoritarios han recibido la victoria de Boric con escepticismo. La razón no ha sido tanto criticar su moderación respecto a Allende, obviando que entre ambos momentos ya ha transcurrido medio siglo, sino fundamentalmente poder situar su producto identitario en un entorno digital donde la peculiaridad cotiza al alza. Declararse un convencido estalinista en 2021 no se diferencia demasiado de enarbolar la bandera queer, sólo se trata de una manera más de competir en el mercado de la diversidad. Que la radicalidad ficticia gane adeptos tiene que ver con la timidez del Gobierno de coalición en sus medidas reformistas, pero también con un contexto donde la militancia se ha sustituido por la adscripción individual en Twitter: el “todo mal” es atractivo cuando no tienes que enfrentar conflictos inmediatos y reales en tu actividad política.

Pero el problema mayor no es este, sino que se han destacado sólo algunos puntos de la victoria progresista en Chile como una manera de calmar las frustraciones por lo que no llegó a suceder en España, al menos no de la misma manera y con la misma profundidad. Desde el errejonismo más irredento, pasando por los intelectuales del 15M, jubilados anticipadamente, hasta los politólogos con aspiraciones mediáticas, todos han creído ver en Boric una confirmación de sus sueños truncados. El análisis realizado se podría resumir en que Boric, sólo él, mediante una hábil campaña comunicativa, centrada en la apelación a los derechos civiles de las minorías, ha movilizado a unas multitudes a las que no les ha hecho falta más que la esperanza del cambio por encima de cualquier partido e ideología. La narración consolidada en estos sectores de que su victoria fue truncada por la izquierda tradicional aún sigue pesando a la hora de establecer analogías con cualquier suceso que lean como favorable. 

La victoria de Apruebo Dignidad ha tenido que ver con su candidato y su campaña final, pero sobre todo con otros muchos factores que se obvian. El ya mencionado voto de defensa democrática contra Kast que enlaza incluso con el referéndum de 1988. El movimiento contra la gestión privada de las pensiones y en general los altos índices de desigualdad. Los casos de corrupción, el abuso de poder y la durísima represión policial de las protestas. La participación de multitud de movimientos sociales, feministas, étnicos y LGTB, pero también el decidido apoyo sindical de la CUT y la presencia en la coalición del Partido Comunista, seguramente el de mayor afiliación y estructura de todo el continente: las elipsis en política nunca son casuales. En todo caso, más que una esperanza de cambio abstracta, la victoria del progresismo chileno ha tenido que ver con la aspiración popular de crear instituciones del bienestar estables.

Bajo este debate lo que se anticipa es la batalla por influir y configurar la próxima opción electoral encabezada por Yolanda Díaz

Sin embargo, la cuestión de fondo no es el análisis sobre Chile, sino el debate pendiente sobre la última década en España, algo que nos fue hurtado por la urgencia de la pandemia. Hay tres cuestiones irresueltas que son clave para entender los conflictos dentro de la izquierda. La primera es que sigue latente la ensoñación de que la política progresista contemporánea puede ser reducida a un candidato carismático, carente de organicidad —partido y militancia—, que gane elecciones mediante el manejo de la comunicación. La segunda es afirmar que lo relevante tanto del 15M como Podemos fueron sus tácticas narrativas para presentar su identidad y forma, no la crisis económica y de legitimidad que les dio posibilidad de existencia. La tercera es insistir en que el cambio profundo procede de brotes de indignación que conducen a un proceso constituyente, no en variar el equilibrio en el conflicto capital-trabajo, como sí han logrado las derechas en cada uno de sus Gobiernos.

El análisis que se hace desde la izquierda en España de la victoria del progresismo chileno es interesante teniendo en cuenta las similitudes, pero no pasando por alto una gran diferencia entre los dos países: las elecciones presidenciales han permitido algo que en 2015 en España, con su sistema electoral parlamentario, hubiera sido imposible. Pero, sobre todo, este debate es útil si admitimos su verdadero trasfondo: hablar de otros cuando realmente de lo que se quiere hablar es de uno mismo y sus disputas. Lo cierto es que, además de las frustraciones, bajo este debate lo que se anticipa es la batalla por influir y configurar la próxima opción electoral encabezada por Yolanda Díaz. Son precisamente estos tres puntos, personalismo frente organización, fetiche comunicativo contra militancia e indignación mediante batalla cultural frente a movilización por cuestiones económicas, los puntos esenciales que se deberían poner encima de la mesa con prontitud y claridad. Lo demás, nombres, caras y denominaciones, son secundarios.

Las etiquetas, torpes y mostrencas, de rojipardismo y posmodernismo no conducen a ninguna parte. Que el debate gire en torno a corrientes, tan minoritarias como digitales, es producto tanto del sensacionalismo periodístico como de un cierto interés en alimentar el fantasma de que existe una izquierda reaccionaria que, por su antipatía del “todo mal”, decante la balanza hacia el progresismo de línea liberal, que ha acabado por agrupar al surco ideológico que procedía del altermundismo de los dos mil y más allá del 77 italiano y del 68 francés: alteridades, culturalismo, bienes comunes y libertad como garante de derechos. Dejando a un lado al PSOE, el otro surco, el que proviene de la tradición comunista y los sindicatos, tiene hoy en el laborismo su principal línea de acción: clase, política útil, servicios públicos e igualdad como vectores del cambio. Si hay algo interesante a explorar de la victoria chilena es cómo la coalición Apruebo Dignidad ha conseguido integrar, al menos electoralmente, a sectores progresistas que ostentaban diferencias similares a las españolas: ahora tienen que gobernar. Las analogías siempre son útiles, teniendo en cuenta que Chile no es España, pero sobre todo que la España de 2021 no es la del 2011. 

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