Lo del CGPJ explicado con sencillez: el Poder Judicial no es la Cámara de los Lores

España es un país al que sus clases dirigentes someten, periódicamente, a una tensión política, social y económica con el único objetivo de profundizar una dominación de clase tan obsoleta como empobrecedora. La sentencia puede sonar dramática, incluso exagerada, así que conviene precisarla con ejemplos que nos encontramos en nuestra actualidad. Uno, en el ámbito socioeconómico, podría ser la ruptura por parte de la CEOE del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva. Otro podría ser el bloqueo del PP a la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Esta tensión no resulta beneficiosa para nadie, ni siquiera para jueces y empresarios, pero sucede bajo una cobertura mediática que además pretende repartir la responsabilidad del conflicto entre quien lo provoca y quien lo sufre. El orden, el progreso y la prosperidad quedan postergados al deseo de una minoría de regir el país como un cortijo.

El CGPJ es el órgano de gobierno de los jueces, aquel encargado de salvaguardar su independencia, nombrar a los magistrados y establecer sus medidas disciplinarias, entre otras funciones. Consta de veinte vocales, jueces y juristas de reconocida competencia, que son elegidos por el Congreso y el Senado. Estos son a su vez los que eligen a su presidente. Es necesario el acuerdo de tres quintos de las cámaras para la elección de los vocales, por lo que la aritmética parlamentaria, en tiempos de bipartidismo, había dejado a PSOE y PP como partidos protagónicos en la propuesta de los vocales. El tiempo de vigencia del CGPJ es de cinco años, se debió renovar por tanto en el año 2018, llevando desde entonces cuatro años, prácticamente uno de sus mandatos, en funciones.

El PP bloqueó la renovación en los primeros compases del año 2018, al constituirse el primer Gobierno presidido por Pedro Sánchez en junio. En noviembre de 2018 pareció alcanzarse un acuerdo, pero la filtración de un whatsapp de Ignacio Cosidó, entonces portavoz del PP en el Senado, afirmando que se iba a controlar “la sala segunda del Supremo desde la puerta de atrás” dio al traste con ese pacto. Aún faltaba por producirse la sentencia del Procés y esa sala del Alto Tribunal era precisamente la encargada de juzgarlo. En el año 2019 tuvimos dos elecciones generales, por lo que el PP tampoco se avino a la renovación. A partir de ahí es, como poco, impreciso calificar de bloqueo la negativa del PP a renovar el CGPJ.

Un bloqueo se produce cuando en una negociación una de las partes se levanta de la mesa para forzar a la otra a aceptar alguna condición específica, es decir, un bloqueo es siempre temporal y parcial. Lo que el PP ha llevado a cabo desde noviembre de 2019 es un atrincheramiento para evitar que la soberanía popular expresada en las elecciones generales de aquel mes tuviera potestad en la elección del CGPJ, es decir, que el Congreso y el Senado resultantes ejercieran su función constitucional para elegir a los vocales. El motivo, declarado a las bravas por la derecha, era evitar que Unidas Podemos tuviera alguna influencia en el poder judicial, es decir, que el PP se arrogó la potestad de anular más de tres millones de votos de la izquierda. Así de simple y tremendo.

Sin embargo, la maniobra de atrincheramiento tenía otro elemento aún más profundo de alteración de la democracia española. La intención de la derecha política pero también judicial —todo esto pasó con la aquiescencia de los miembros conservadores del CGPJ en funciones y su presidente, Carlos Lesmes— fue constituir un freno al nuevo Gobierno de coalición progresista. Si el poder judicial vela por el cumplimiento de la legalidad de las acciones de gobierno y parlamento, siendo su contrapeso, en esta legislatura se ha constituido en una suerte de tercera cámara de validación para impedir o ralentizar la aprobación de las leyes y, en todo caso, participar del clima prefabricado para tachar al actual Ejecutivo de ilegítimo. Lo que ha llevado a cabo la derecha judicial y política es levantar, pisoteando la Constitución, una cámara de los Lores para corregir los resultados de las últimas elecciones, para pastorear la soberanía popular al no resultar de su agrado.

Una vez llegados a nuestro presente, las derechas introducen un nuevo elemento para acabar de rematar la jugada: la apertura de un debate para cuestionar que sean Congreso y Senado los que elijan al CGPJ. Y lo hacen mediante la utilización bastarda de la palabra politización, es decir, como sinónimo de intereses espúreos e inconfesables. Dejando a un lado la poca confianza que produce que un político denigre su propia actividad de tal forma, lo que las derechas pretenden es que sean los propios jueces los que elijan a su órgano de Gobierno, tomando como coartada su criterio profesional, cuando lo que se busca es conseguir una justicia aún más plegada a sus intereses.

Los jueces acceden a su cargo mediante unas pruebas objetivas que demuestran su capacidad para ejercer sus tareas, pero que no les facultan para elegir a sus órganos de gobierno. Si nuestra Constitución otorga al poder legislativo esa tarea es para que sea la ciudadanía, mediante su voto, la encargada de ejercer ese poder mediante sus diputados y senadores. Se compensa de esta forma, mínimamente, el obvio sesgo de clase e ideológico que existe en la carrera judicial, entregando a la soberanía popular una capacidad que de otra forma quedaría al arbitrio de una minoría. Lo que la derecha pretende es que la opinión de algo más de cinco mil personas, los jueces que hay en España, quede por encima de 47 millones de ciudadanos y, más allá, de la exigua minoría que compone los altos tribunales que, por su enorme capacidad de influencia en un mundo tan hermético, sería la que al final acabaría decidiendo la propia composición de tribunales, como el Supremo y el Constitucional, esenciales para el desarrollo democrático.

Cuando la derecha califica al actual sistema de elección del CGPJ de politizado lo que hace, además de desprestigiar la política, es pretender hurtar al Congreso y Senado una de sus principales funciones, intentar vaciar una de las atribuciones que tiene la democracia expresada en las urnas, restarle valor a las papeletas. Incluso en países como Estados Unidos, donde los jueces se someten a elecciones populares para resultar elegidos o permanecer en el cargo, lo que se obtiene al final es un sistema donde aquellos no sólo con capacidad económica para preparar su ingreso en la carrera judicial, sino de afrontar una carísima campaña electoral individual, son los que acaban impartiendo la justicia. O cómo entender la democracia como un juego de reparto del poder entre patricios en el que se aleja a las masas ignorantes de decisiones que no comprenden.

El atrincheramiento del CGPJ ha sido un plan premeditado para transformar la justicia en una cámara de los lores que pastoree las decisiones de nuestro poder Legislativo

Si la dirección de Feijóo decide poner fin en estos días al atrincheramiento de estos cuatro años será únicamente logrando lo que en el 2019 no hubiera conseguido: la negación de la validez de más de tres millones de votos a Unidas Podemos. Si el PSOE acepta un acuerdo sin la izquierda, pondrá a su vez en peligro al propio Gobierno de coalición, viéndose entre la espada y la pared ante una opinión pública que no entendería su negativa. La razón es que la explicación de esta flagrante anormalidad se ha planteado en la mayoría de los medios como un tira y afloja entre dos partidos incapaces de ponerse de acuerdo, casi como una pelea de párvulos obcecados en no ceder su juguete al compañero. Cuando no es así. El atrincheramiento del CGPJ ha sido un plan premeditado para transformar la justicia en una cámara de los lores que pastoree las decisiones de nuestro poder Legislativo.

El problema fundamental de nuestra justicia no es la forma en que se elige a los miembros del CGPJ, sino su saturación y lentitud a causa de los recortes que el Gobierno del PP perpetró en la pasada década. La democratización de nuestra justicia no vendrá mediante lo que la derecha llama “despolitizarla”, un eufemismo que busca desdemocratizarla hurtando al voto popular una de sus atribuciones, sino desarrollando programas de becas e instrucción pública para que todo aquel que lo desee y posea las capacidades adecuadas pueda ejercer la carrera judicial. En tiempos de pérdida de legitimidad de las instituciones lo que la derecha pretende, en vez de fortalecerlas, es socavarlas con el objetivo de alejar aún más a los ciudadanos de lo que les conforma como tal: la participación en las decisiones comunes. 

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