Hablar de la vida

Es 25 de septiembre de 1978. John Peel, el locutor musical más influyente de la BBC, pincha un single que ha sido grabado con el exiguo presupuesto de 200 libras, lo que probablemente gastaba David Bowie en champán y cocaína antes de llegar a mediodía. Se produce el milagro. Tras dos minutos y medio de guitarreo sobre lo que te gusta una chica de tu barrio, el DJ hace una pausa dramática, toma aliento y vuelve a poner el tema, algo que no había hecho nunca. Teenage kicks no tiene nada de especial pero lo tiene todo: tras una década de barroquismo, psicodelia y muermo, la música vuelve a hablar como se habla en la calle. Quienes la interpretan, los Undertones, son cinco chavales de Derry vestidos con botas de ferroviario, trencas y jerseys de cenefa. Por no ser no son ni la élite punk de Londres, clase media jugando al situacionismo, sino unos tipos en paro del Bogside que, siete años después del Domingo Sangriento, lo único que buscan es hablar de su vida. 

El episodio es glorioso porque encierra todo eso que nos gusta a los que nos gusta el rock and roll: unos héroes de clase trabajadora, por los que nadie da un duro, triunfando con lo único que tienen, su sinceridad. Detrás de los Undertones no había impostura, deseo de ser quienes no eran, no había mercadotecnia, adorno de lo insustancial para lograr su atractivo, ni siquiera, por no haber, no había ni ganas de triunfar, de ser los mejores, sino tan solo el deseo de hablar de aquellos por los que nadie hablaba casi nunca. Lo triste no es no tener voz, algo con lo que se cuenta cuando tu tiempo lo mides por la jornada laboral y tus deseos por las monedas que te quedan en el bolsillo. Lo triste es que, encima de mudos, otros hablen por ti, desde esos pozos de la mentira atronadores a los que solemos llamar cultura. De vez en cuando, muy de vez en cuando, los que nunca escriben la historia dan un manotazo en la mesa y dejan su firma, aunque sólo sea por dos minutos.

Hoy, hablando con una persona que está lejos, más que por la distancia por esos misterios de la vida que parece que siempre se empeña en robarte lo querido, me confesaba que no se había enterado de nada sobre el asalto al Senado, que algunos magistrados, con complejo de Tejero y complicidades de reservado de asador, protagonizaron hace unas semanas, al amparo quizá de las postrimerías de diciembre, cuando las calles se llenan de luces y ya sólo pensamos en evadirnos unos días de la cotidianeidad. Esta persona me aseguraba que procura estar atenta a lo que sucede, ya me conoces, decía, pero que lo intrincado del asunto, lleno de procedimientos, siglas y vericuetos formalistas, le había hecho difícil saber quiénes eran los protagonistas del desaguisado, qué buscaban y, a la postre, cuáles habían sido las consecuencias del suceso. Me agradeció alguna intervención en la radio o alguno de los artículos que dediqué al tema en esta publicación, porque vio un intento, al menos, de desmadejar lo que otros habían liado. 

Me confesó, eso sí, que pese a que creía que la culpa de lo difícil que es enterarse de todo la tiene el fraccionamiento, hablar de las cosas hurtando su antecedentes y resultados, lo cual es como silenciarlas buscando la coartada que da mover aparatosamente los labios, el problema, en esta ocasión, había sido que estaba harta de todo. Cansada de unos años con demasiados vaivenes y ajetreos, en los que la actualidad parece haberse convertido en un bandido que, a salto de mata, nos acecha para darnos otro susto, uno más, cuando lo único que queremos es vivir tranquilos. Supongo que, aunque haya sucesos especialmente graves que vayan a afectar a nuestra vida, este de las togas levantiscas fue uno de ellos, cuando arrastramos demasiados momentos excepcionales, cuando los precios de la lista de la compra aprietan, rehuimos lo que nos suena a embrollo porque bastante complicado resulta ya vivir. 

No se gestiona desde el vacío, se hace desde la ideología y, cuando las medidas de izquierdas funcionan, parece que hay que quitarles el apellido

Pongo la tele y en el informativo de la pública aparece la noticia de que en diciembre el paro bajó hasta situarse en la cifra más baja desde hace quince años. El pasado año se firmaron algo más de cuatro millones ochocientos mil contratos indefinidos, reduciéndose la temporalidad en más de nueve millones de contratos. Las cifras, teniendo en cuenta la ola inflacionaria provocada por la guerra y el golpe tras el parón pandémico, no puede leerse más que como un resultado excepcional. Lo cierto es que, sin embargo, en la pieza del Telediario no aparecieron ni la ministra de Trabajo, ni el secretario de Estado de Empleo, ni ningún líder sindical, artífices de una reforma laboral que, cuando se aprobó hace un año, buscaba precisamente este objetivo. Lo peor no es que se esconda a los protagonistas políticos del día, lo peor es que se esconde la idea de que la política vale para algo cuando se piensa para la mayoría. No se gestiona desde el vacío, se hace desde la ideología y, cuando las medidas de izquierdas funcionan, parece que hay que quitarles el apellido.

Así resulta que, a pesar de la precariedad que afecta a muchos empleos, muchos de aquellos que este pasado año hayan conseguido firmar un contrato indefinido no tendrán conciencia de que sin esa reforma, sin esa política, sin esa ideología, habrían consignado tan sólo uno temporal. Al final, aunque hoy algunos intenten explicar esa realidad desde las cifras, muchos serán ajenos a la misma simplemente porque, sin saber de dónde venimos ni adónde vamos, resulta difícil hacer una composición de lugar de quiénes son los que intentan mejorar la vida de la gente y quiénes se empeñan en adulterar nuestra democracia con maniobras entre lo oscuro y lo procaz. Al final, de tan cansados que andamos por arrastrar años duros, porque lo inmediato a veces ahoga lo fundamental, apartaremos la vista del sucio rumor en que quieren convertir la política y miraremos a algo más insustancial.

Quizá, ante eso, para que la persona con la que hablaba hoy no deje de leerme, para que muchas otras personas no sucumban a ese agotamiento de las ideas hacia sus propios intereses, lo que toca en este año es volver a hablar de la vida, como los Undertones, con sus botas de ferroviario, sus trencas y sus jerseys de cenefa. Explicar, volver a explicar una y otra vez, que todo lo que nos pasa, desde lo más prosaico a lo más elevado, al final tiene que ver con eso que se llama política, que no es sólo lo que sucede en el Congreso sino que brota, incontenible, cuando el más normal de los ciudadanos, la más común de las personas, decide tomar posición, decide agarrar la historia entre sus manos, decide que otros no decidan por ella.

Nos seguiremos leyendo, lo seguiremos contando. Tengan ustedes un gran 2023.

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