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Hienas con calculadora

Ya comentamos en estas mismas páginas, hace apenas un mes, que la política española parece haber quedado atrapada en algo que podríamos denominar ensimismamiento pendular. Un bloque político mete la pata estrepitosamente pero, cuando la polémica en torno al hecho arrecia, el bloque contrario llega presuroso al rescate poniendo sobre la mesa un resbalón aún mayor. Antes de navidades fue el ministerio de Igualdad el que se vio envuelto en un conflicto de magnitud con la puesta en marcha de la ley del sólo sí es sí, para a la semana siguiente ser la oposición la que saltó todas las líneas de lo previsible en una durísima sesión parlamentaria.

En este caso, pasadas las fiestas, fue de nuevo Igualdad, esta vez por boca de la secretaría de Estado Ángela Rodríguez, el ministerio que protagonizó un insólito incidente por culpa de pensar que políticos y cargos públicos, fingiendo cercanía, pueden comportarse como activistas e influenciadores. Ha dado igual: ni ceses, ni dimisiones, ni siquiera una disculpa. La razón, suponemos, es que, como era de esperar, Vox ha salido al rescate de PAM, nombre artístico de Rodríguez, poniendo encima de la mesa una invectiva contra el aborto protagonizada por García Gallardo, un pasante de cuarta regional convertido en vicepresindente de la Junta de Castilla y León, que a la postre ha resultado un tiro en el pie para los ultras.

Resulta que si al final se ponen encima de la mesa datos, razones y argumentos, la ceremonia de la confusión de los ultras queda reducida a un amago de lloriqueo marginal

El "que hablen de ti aunque sea mal", que Vox practica a menudo con eficacia, utilizando las instituciones como un altavoz desde el que provocar y acaparar el debate público, les ha resultado esta vez un tiro en el pie con el desbarre antiabortista de García Gallardo. Este jockey nacional-católico —el tipo, al parecer, es campeón de algo que tiene que ver con los caballos— no ha tenido en cuenta que todos los que han intentado retrotraer el acceso a la interrupción del embarazo han acabado escaldados, sin ir más lejos Gallardón, aquel señor que, además de ser familia de Albéniz, será recordado por haber sido la chispa de la locomotora del tren feminista.

Hay derechos que se han convertido en un consenso de difícil cuestionamiento por lo transversal de su aplicación, este es uno de ellos. Al final es un hecho que las mujeres —sean ricas o pobres, progresistas o conservadoras, nobles o plebeyas— se pueden ver en la tesitura de tener que abortar. La cuestión, tal y como pasaba en la dictadura franquista, es evitar que las que puedan permitírselo lo hagan de tapadillo en un caro viaje a Londres y las que no en un insalubre y clandestino cuartucho. En esto, como en casi todo, la clase importa, por lo que este avance social sirve para evitarles a unas mujeres la hipocresía y a otras la muerte.

Teniendo claro que en España el derecho al aborto dista de ser aún universal en la práctica, ya que hay comunidades, Castilla y León es una de ellas, donde el lobby ultracatólico impide de facto que algunos hospitales públicos realicen esta intervención, lo cierto es que, a la hora de la verdad, parece que se ha instalado como un consenso mayoritario en nuestro país. Tanto que los medios de comunicación de la derecha han criticado a García Gallardo, si no con dureza, sí con unanimidad. No les ha quedado más remedio y el personaje ha quedado retratado como lo que es: una anomalía en la sociedad española.

Resulta que cuando los medios de comunicación de la derecha se comportan como periodistas, y no como propagandistas, Vox se derrite al calor de sus focos como un grotesco muñeco de cera. Resulta que bastaba con preguntar, confrontar y no comprar sus marcos para que los ultraderechistas aparezcan en pantalla como unos anormales. Resulta que si la radio, la prensa y la televisión no quieren, Vox no tiene facultades mágicas para adueñarse del debate público. Resulta que si al final se ponen encima de la mesa datos, razones y argumentos, la ceremonia de la confusión de los ultras queda reducida a un amago de lloriqueo marginal. ¡Hostia! Menuda sorpresa que nos hemos llevado.

La cuestión es que cuando haces tu trabajo una vez, alguien te puede preguntar por qué no lo has hecho todas las otras veces, esas en que has llenado tu programa con la basura firmada por Abascal y los suyos, esas donde okupas y menas estaban a punto de destruir España después, eso sí, de irnos a publicidad. La cuestión es que nunca podremos saber, pero sí intuir, cuántos de los cuatro millones de votos que tiene Vox le pertenecen por derecho propio y cuántos pertenecen a los medios que se han dedicado a mirar para otro lado, en el mejor de los casos, o a colaborar gustosamente con este grupúsculo descivilizatorio aupado a tercer partido de nuestro parlamento.

De todo este episodio podemos deducir, sobre todo, que la ultraderecha tiene la fuerza que tiene por algo que en el siglo XX se llamaba colaboracionismo y que en este, donde ya ni siquiera a los traidores se les puede llamar abiertamente por su nombre, recibirá el eufemismo de “diversificación de intereses”. ¿Qué intereses son esos por los que puedes llegar a poner en peligro la democracia en tu país, tratando con guante de seda a unos reaccionarios que han venido a subvertirla? Pues cuáles van a ser, los de siempre, los del vil metal que, cuando se acumula con avaricia, es más vil que nunca.

En este país, cuatro hienas con calculadora pensaron que era mejor arriesgar con la ultraderecha que transigir con una izquierda que llegó a la Moncloa de forma legítima tras unas elecciones. También tras una década en la que mucha gente salió a las calles a reclamar mejores condiciones de vida y menos corrupción, por lo que pensaron que existía el peligro de que alguien uniera la línea de puntos y se diera cuenta de que la movilización vale para algo. Y que después quisiera más. Pensaron, piensan, que pueden controlar a Vox, utilizarlo como un ariete para acabar con esa idea de que la democracia no puede estar supeditada a los intereses del dinero.

El problema es que cuando juegas con fuego normalmente te acabas quemando, que es lo que les ha pasado en Estados Unidos y en Brasil. El problema es que cuando abres la mano a determinados discursos destructivos, no puedes luego volver a cerrarla, porque una parte de la sociedad los ha interiorizado como si fueran de lo más normal. El problema es que cuando transiges con la ultraderecha, en el único país del mundo en que siguió viva después de 1945, todo lo que había estado silente y agazapado durante estas últimas décadas vuelve a resurgir y te encuentras con que, además de Vox, a los propios que pensaron la táctica se les ha agarrado el problema en sus entrañas. Pregunten si no a Feijóo cuánto manda en la Puerta del Sol.

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