Un mono con dos pistolas

Un mono con dos pistolas siempre deja heridos. El mono es Ramón Tamames, las pistolas el instrumento parlamentario de la moción de censura convertido en la caja de resonancia del disparate ultra. No es agradable calificar así a una figura que una vez fue relevante en la sociedad española, cada uno es responsable de encarar su vejez desde la discreción o el ridículo. Leyendo las entrevistas que el señor Tamames va dejando a modo de promoción, viendo sus evasivas a las preguntas incómodas sobre lo que representa Vox, uno no puede más que deducir que el ansia de protagonismo es mala consejera, sobre todo cuando la vida se halla en ese punto donde debería estar regida por el sosiego. Creer que estás escribiendo un brillante epílogo cuando estás dejando un triste epitafio.

¿Quiénes serán los heridos? Vox tiene todas las papeletas para recibir la primera bala en el pie. Dar la nota funciona un tiempo, hasta que la novedad se vuelve estomagante. Pedro Sánchez deberá aparcar los modos de Cary Grant bajando las escaleras, mientras se desabrocha la americana y se prepara para soltar una de sus frases ingeniosas: vapulear a un anciano nunca está bien visto. Sánchez tan sólo debería limitarse a responder desde la coherencia y la sensatez, explicando que el Congreso no es un plató de un reality pasado de vueltas. Esta moción es ridícula, extemporánea y sobrante, en un momento crucial, a escasos meses de la presidencia europea, donde el tiempo parlamentario debería dedicarse a temas como la armonización fiscal. El problema es que, más allá de los pormenores de la sesión, el Congreso nunca debería convertirse en un chiste. Esta moción hiede a sabotaje cívico. Si los ciudadanos miran la política con rubor, los heridos seremos todos.

Alberto Núñez Feijóo prefiere contemplar el espectáculo desde la lejanía, para que no le manche. Hace bien. El protagonismo, que todo el mundo ansía en este mundo de inmediatez, no es buen aliado cuando no sabes si te enfocan porque esperan que alguien te endose un tartazo. Y Feijóo se empeña en tener cara de eso, de señor circunspecto de película muda que está serio no porque sea profundo, sino porque espera que le llenen la cara de merengue. Las cosas le van bien en los últimos meses, entre la fallida ley de libertad sexual y el caso Mediador, pero esta inquietud le hace parecer dubitativo, cuando no torpe. La última, mezclar la discapacidad con el 8M. Líos en los que se mete él solo, pero que a diferencia de su antecesor, Mariano Rajoy, que los solventaba con cierta gracia, a él le dejan en un lugar incómodo, ese en el que nos mostramos bastante por debajo de los elogios que nos dedican.

Alguien debería advertir a Feijóo que mientras que la economía no sea el punto fuerte del Gobierno, como pasó a principios de un otoño que parece ya muy lejano, le vale con quedarse quieto. Sobre todo porque la política española continúa enfangada en el efecto péndulo. El tropiezo siempre se salva con el tropiezo del de enfrente, la impericia con la vacuidad, la ocurrencia con el afán de notoriedad del contrario. Ángela Rodríguez, la secretaria de Estado de Igualdad, es ya, por derecho propio, una de las campeonas de tal efecto. Da igual lo que digan o hagan las derechas que siempre hay un satisfyer a mano para taparlo. Puede que, incluso, Rodríguez sea una agente doble del PP, como aquellos espías que en la Guerra Fría jugaban a dos bandos. “Rápido, Ángela, di algo ingenioso sobre la masturbación”, ordena Borja Sémper tras el último desliz de su jefe. Fantaseamos irónicamente, claro.

Esta moción hiede a sabotaje cívico. Si los ciudadanos miran la política con rubor, los heridos seremos todos

Tu valía en política es inversamente proporcional a la celebración de tus declaraciones por parte del adversario. Y con la secretaria de Estado los adversarios, mediáticos y parlamentarios, se relamen los bigotes. Comentaba Pablo Iglesias en la radio que a la derecha hay que combatirla en todos los frentes, dando una lucha ideológica que cohesione a los tuyos y movilice a los indecisos, atrayendo su atención hacia un nuevo marco discursivo. Ponía como ejemplo a Isabel Díaz Ayuso, a la que contraponía a esa izquierda que “habla bajito”, mientras que la presidenta madrileña se atrevía a hacer chanzas respecto a la paridad y a un hipotético cambio de sexo de sus consejeros facilitado por la ley trans. El apunte es interesante, ya que al menos va más allá del mero sentimiento de ofensa que el progresismo suele mostrar hacia la presidenta madrileña, uno que, hasta el momento, no parece haber resultado muy útil. La cuestión es, ¿por qué a Ayuso le funciona lo que a Ángela Rodríguez no?

A la hora de la agitación importa, primero, el altavoz del que dispongas, y la jefa de Sol ha manejado con soltura los presupuestos publicitarios para disponer de una clac consistente y dispuesta. Pero no es sólo eso. De hecho, aun siendo de capital importancia, Ayuso se ha estrellado a lo largo de este ejercicio en varias ocasiones, incluso contando con la envidiable complicidad mediática. Cuando ha atacado, por ejemplo, la sanidad pública se ha situado en un punto muy alejado de la centralidad, encrespando por tanto a los electores ajenos, contrariando a los indecisos e incluso desconcertando a los propios. A Ayuso le suele funcionar el numerito, sobre todo cuando habla con complicidad a la parte más reaccionaria de la ciudadanía, pero siempre desde el equívoco, desde ese punto de vista en el que el ciudadano medio puede sentir curiosidad por lo que dice. ¿Cambiar el sexo registral con tan sólo con una declaración? A lo mejor no es tan descabellado pensar que a la mayoría de este país, que desconoce en gran medida el contenido de las leyes, le resulte raro.

Que buena parte de las derechas no rehúyan la confrontación ideológica, como pasaba hasta hace algunos años, no se debe a que la izquierda hable bajito, sino precisamente a que habla demasiado sin pensar del todo lo que dice. Cuando Ángela Rodríguez declara que le parece “escandaloso que un 75 % de las chicas prefieren la penetración a la autoestimulación” el ciudadano medio no ve un debate acerca del patriarcado y las costumbres sexuales, sino un alto cargo ministerial metiéndose en su cama. Incluso los que somos de izquierdas no acabamos de entender muy bien cuál es el escándalo en querer disfrutar acompañado antes que solo. Lo mismo, pretender hacer agitación con el laboratorio de ideas surgido de los departamentos de género de las universidades norteamericanas a lo que equivale, realmente, es a dejar el balón en la línea de meta para que el adversario lo remate a placer. Subir el SMI se entiende. Vincular un consolador al antifascismo se entiende menos. La ecuación no parece tan difícil.

El problema, creo, es cuando en esa lucha ideológica has renunciado a hablar a gran parte de la ciudadanía porque ya has dado por perdidas las próximas elecciones generales. Bajo ese presupuesto, claro, lo mejor es hablar sólo a los tuyos, a un sector cada vez más reducido pero más fiel, para al menos ser el rey de una trinchera donde sólo caben los incondicionales. Y ahí es cuando ya vale la agitación sin freno llena de elementos que a la gran mayoría le resultarán una marcianada. Cuando enfrentas un debate parlamentario acusando a tu socio de Gobierno de querer volver al “código penal de La Manada”. Cuando te puedes permitir ningunear a todo aquel que no acabe de encajar en la épica de los últimos de Filipinas. A mí no me salen las cuentas, históricamente, digo, en un momento que hace no tanto se intuía de cambio profundo tras cuatro décadas de neoliberalismo. Un mono con dos pistolas siempre deja heridos.

Más sobre este tema
stats