El Mundial como acto de arrogancia

El Mundial de Catar no es una campaña de lavado de imagen, es un acto de arrogancia. Entra dentro de ese mal endémico que viene a decir lo siguiente: somos ricos, hacemos lo que queremos cuando queremos. Hasta hace unas semanas, en las que el torneo empezó a cobrar peso en la actualidad, no había reparado en que esta competición se iba a celebrar en estas fechas y en esta ubicación. Pensé entonces que se trataría de un carísimo acto de ingeniería social donde Catar disimularía ser lo que no es, trampeando su falta de respeto a los derechos humanos bajo el paraguas deportivo. Un mes donde, sirviéndose del fútbol como coartada, todos fingiríamos que la dictadura de los Al Thani era otra cosa, poco más que un oasis lejano y pintoresco. Pero no. Catar lo que viene a decirnos es que son lo que son y los demás lo aceptamos rendidos a su dinero. Este mundial no es una pantalla para la sociedad catarí, es un espejo de la debilidad ética de occidente.

Un país en el que se respetan los derechos humanos, es decir, los derechos civiles de todos, incluidas las minorías sexuales y religiosas, un país que tiene además un objetivo igualitario, llevado a cabo a través de sus políticas laborales, es mejor que uno que no los respeta. Punto. Demasiados años de relativismo nos han hecho expresarnos con demasiada cautela en este aspecto, temiendo ser etnocéntricos, mostrándonos temblorosos ante la barbarie autoritaria. La duda paralizante posmoderna nos ha hecho olvidar una cuestión sencilla: las buenas ideas son buenas en todas partes. La libertad, la igualdad y la fraternidad no son negociables a través de la cultura, no son modulables bajo el tamiz de la religión. El universalismo nos enseñó, cuando en el siglo XX aún creíamos en el proyecto de la modernidad —aquel en el que había un deseo de organizar a través de la razón— que las buenas ideas no tienen lugar de origen, son propiedad de todos. 

El problema es que en el siglo XXI entendemos los derechos humanos como una elección moral, no como un proyecto político. Así los países, los gobiernos que los rigen, los respetan en mayor o menor medida dependiendo de la buena voluntad de sus dirigentes. Este Mundial estaba pensado para asentar esta manera graciable de ver las conquistas históricas, para decirnos que Catar no es una democracia, pero que se esfuerza por fingirlo durante un mes y que eso nos debería bastar para acallar nuestra conciencia. Pues no. Catar nos explica que ellos no respetan los derechos humanos porque son parte de un proyecto histórico ajeno a la modernidad, inmune al impulso de las revoluciones, hermético al concepto de que la religión está supeditada a las leyes civiles. Nos lo gritan a la cara cada día de este bochornoso espectáculo: no somos como vosotros, no queremos serlo pero, aun así, venís a entretenernos con vuestros payasos. 

Este Mundial estaba pensado para asentar esta manera graciable de ver las conquistas históricas, para decirnos que Catar no es una democracia, pero que se esfuerza por fingirlo durante un mes y que eso nos debería bastar para acallar nuestra conciencia

Si Catar no tuviera la tercera mayor reserva de gas natural del mundo no hubiera organizado el Mundial. Sería una dictadura invisible. La única forma en la que uno se asegura de ser reconocido por las tropelías que comete es posicionándose en contra de Estados Unidos. Ahí sí. Ahí es cuando la diplomacia, el sistema mediático, eso que llamamos comunidad internacional, se ocupan de airear las vergüenzas y esgrimir las sanciones. Eventualmente incluso planificar una invasión para cambiar al dictador rebelde por el dictador sumiso. Pero mientras que uno tenga dinero y sepa manejarlo con soltura, hoy con los estadounidenses, mañana con los chinos, ya puede montar un Mundial que se ha cobrado la vida de 6.500 trabajadores, que nadie le va a chistar. No es hipocresía, es capitalismo, un sistema económico que nunca consideró la democracia más que como una molestia que combatir en casa y obviar en el extranjero.

Nunca se trató de una cuestión cultural. En el mundo árabe, en la segunda mitad del siglo XX, surgieron movimientos populares y militares que sacudieron el yugo religioso de sus tierras. Algunos incluso ensayaron un modelo propio de socialismo. Los británicos, potencia hegemónica en la región, tuvieron primero que plegarse y luego retirarse, no sin llegar a la confrontación armada en algunos emplazamientos como el Canal de Suez. La descolonización, de nuevo, no fue una cesión graciable sino un proceso histórico, un proyecto político, es decir, modernidad reorganizando lo que no era justo. Aquello, sin embargo, no salió bien. El panarabismo tendió hacia la soberanía y la igualdad, pero nunca se acercó a la democracia. El matiz no es pequeño. Quien dicta desde las buenas intenciones se ve expuesto a acabar haciéndolo desde las malas: un gobierno no puede depender de otra cosa que de la voluntad popular.

En la caída de estos regímenes no pesaron solo sus contradicciones. Estuvo occidente, que no perdonó nunca el desplante. Estuvieron también las monarquías absolutas que no perdonaron el ateísmo militante. También pesó la geoestrategia: si Egipto, Siria o Irak dejaban de ser importantes, los países del petróleo y el Corán volverían a serlo. Treinta años de guerras atroces que aún continúan en Damasco. Mantener una infraestructura de imperialismo cultural no es barato. Lo que antes era un fanatismo muy localizado a regiones concretas al margen derecho del Mar Rojo hoy se extiende por todo el mundo árabe. Lo que costó décadas de avance, se derrumbó en años: que se lo pregunten a las mujeres vecinas del Magreb. Entre medias, una pléyade de grupos terroristas e incluso un califato islámico. Los preceptos rigoristas que siguen los grupos armados son los mismos que rigen en las dictaduras del Golfo. Los primeros desconocen la diplomacia y los segundos la practican con astucia. Dediquen un gol a cada muerto en el Bataclán, en Las Ramblas o en Atocha.

Y de comparsa a este despropósito, el fútbol. El fútbol fue también universalismo: una buena idea que gustaba en todas partes. El fútbol, como la democracia, pasó de deporte a coartada, de negocio a expolio, de competición a apaño. De metáfora de que en la vida todo es posible, hasta en el último momento, al hastío triste de lo predecible. Supongo que es lo de menos, pero da pena. "El socialismo en el que creo es que todos trabajan por el mismo objetivo y todos tienen una parte de las recompensas. Así es como veo el fútbol, así es como veo la vida", decía Bill Shankly, el célebre entrenador del Liverpool. Hace no tanto en el fútbol, en nuestras sociedades, aún se aspiraba a que las cosas fueran diferentes, más justas, seguramente más dignas. Hoy, lo mejor que nos queda son los argentinos insultando a su selección.

Más sobre este tema
stats