Vivienda y salarios, deseos contra derechos

Cuando el pasado viernes el Gobierno anunció el acuerdo con ERC y Bildu para la tramitación de la nueva ley de vivienda, se alcanzó uno de los últimos hitos de esta legislatura, una de las más estables y más productivas en los últimos quinquenios. Conviene no olvidar de dónde veníamos: repeticiones electorales continuadas para mantener artificialmente a los Ejecutivos de Rajoy, unos que se emplearon a fondo en el desguace del Estado del bienestar. El acuerdo tiene una vertiente parlamentaria importante: dejar constancia de que el bloque de la investidura, si quiere, funciona. A pesar de la incomodidad del PNV por el protagonismo de la izquierda abertzale, lo cierto es que este ejercicio se empieza a cerrar con una situación inédita: son los partidos de la oposición, restando a las derechas, los que compiten por alcanzar conciertos provechosos en temas esenciales. Se trata de hacer, no de impedir que se haga.

La otra vertiente, la que tiene que ver con la propia naturaleza de la ley, es la sustancial. La vivienda, junto con el trabajo, son condición indispensable para una vida estable. Si la reforma laboral apostó por la contratación indefinida, con resultados ya constatables en la práctica, esta ley se dirige sobre todo a intentar desactivar el desaforado precio de las viviendas en el mercado del alquiler, que siempre había sido una opción refugio hasta que el rentismo, los fondos buitre y la economía de plataforma lo transformó en un nicho de especulación. El anuncio de Pedro Sánchez, el pasado domingo, de movilizar 50.000 viviendas de la Sareb para alquiler a precios asequibles, profundiza el esfuerzo por actuar en uno de los frentes que más requieren de una decidida intervención pública. Ya era hora. Con razón, Izquierda Unida recordó que, junto a los sindicatos, ya propusieron esta acción hace diez años.

La mayor virtud de una ley es su capacidad para obtener los resultados deseados activando los resortes correspondientes. Como también hemos podido comprobar esta legislatura, las intenciones no tienen que tener una traslación automática en lo conseguido. La ley de vivienda tendrá que demostrar su valía pero, potencialmente, ya es un paso importante en la dirección contraria que habían tomado los gobiernos hasta este momento: rebajas impositivas, recalificación de suelo y, a lo sumo, subvenciones que resultaban una transferencia directa de dinero público a manos privadas sin conseguir el objetivo de unos precios razonables. Si este era el camino emprendido hasta el momento se debía a que se legislaba a favor de los grandes propietarios, basándose en una apuesta que ya nos salió muy cara: el ladrillazo es crecimiento súbito y desigual con tendencia a un desmoronamiento que arrastra a toda la economía.

A pesar de que venimos de donde venimos, una gran parte de los medios, consultando previamente a expertos a sueldo de inmobiliarias, han vaticinado el apocalipsis. Uno nuevo, uno por semana. Se habla de las tormentas que están por suceder y se repite mucho la construcción “inseguridad jurídica”, que se refiere no a la necesidad de unas leyes justas para que los negocios se desarrollen en un ámbito estable, sino como eufemismo para encubrir que la gente del dinero debe poder hacer lo que le dé la gana en todo momento sin que nadie le tosa. Cuando un mercado es incapaz de proporcionar un producto a un precio razonable para la mayoría de la sociedad, es un mercado ineficiente. Y si eso ocurre, hay que intervenir desde lo público, cuya función prioritaria es defender los intereses de la mayoría, tal y como está tasado en la Constitución. En este caso se trata de una intervención donde ni siquiera se pone en cuestión la propiedad. Menos lloros.

Lo noticiable, conviene hacer mención de ello, es que en esta legislatura la inercia neoliberal ya no ha sido la dominante y eso, al menos, marca una tendencia en la que profundizar

Las clases altas de este país están pésimamente acostumbradas a imponer sus deseos sobre los derechos de la mayoría de los ciudadanos. Primero por la anormalidad histórica de un franquismo donde el Estado servía como escenario de un juego cortesano entre varias familias ideológicas con sus correspondientes estructuras empresariales. Luego, ya en el periodo democrático, por unas legislaciones que les favorecieron decretando privatizaciones y diseñando mercados sin apenas competencia. La situación es que un gran número de empresas del Ibex pueden imponer los precios a su antojo, a pesar de que una gran parte de su negocio consiste en ser concesionarias de contratos públicos. Algún día alguien deberá explicar en qué nos benefició el paso de sectores productivos esenciales controlados por el Estado a manos privadas. Que las empresas energéticas hayan tenido en los últimos diez años unos superbeneficios de 90.000 millones de euros quizá nos acerque a la respuesta.

El problema de que unos pocos tengan la capacidad de dominar determinados mercados obteniendo sumas astronómicas no es sólo ético. Es político, en cuanto a que su capacidad de influencia sobre los diferentes gobiernos se torna decisiva a la hora de obtener leyes a su antojo. También es económico, ya que en situaciones de crisis inflacionaria como la actual han demostrado su nula colaboración a la hora de paliar los efectos de la misma. Se reducen salarios, en términos reales, y se aumentan precios sin atender luego al descenso de las materias primas que desencadenaron el alza. La situación en España es que, a pesar de las buenas perspectivas económicas y un contexto laboral que sirve como locomotora, el mantenimiento de estos superbeneficios es un palo en las ruedas que amenaza la estabilidad del conjunto. El nacionalismo suele tener raíces hipócritas, pero no está de más recordar que la bandera de la pulserita no equivale a los intereses de todo el país.

El anuncio, la pasada semana, del observatorio de beneficios empresariales ha despertado, igual que con la ley de vivienda, más titulares sobre el fin del mundo. Lo que preocupa, entre las clases altas, es que, al menos potencialmente, este observatorio servirá no sólo para saber qué beneficios se obtienen, sino sobre todo cuál es la manera de obtenerlos. Se puede vender más, se puede vender lo mismo y no pagar a tus empleados por lo que están generando con su trabajo. A la CEOE, que volvió a hablar de intervencionismo malvado, la idea no le parecía mala en enero, cuando quizá pensaron que la propuesta de CCOO de vincular salarios a beneficios iba a contar con un índice fabricado ex profeso por los empresarios. Hábil jugada del sindicato al poner en marcha una idea demostrando que el conflicto no es la idea en sí misma, sino los deseos de que sea beneficiosa para la mayoría.

Este observatorio podrá proporcionar información equivalente a los que negocian convenios, desactivar la coartada, tantas veces empleada, de que los sueldos no suben porque la empresa no está creciendo lo suficiente. Pero no sólo es una cuestión de salarios. Las cadenas de producción, tensionadas por lo poco que se paga en origen al productor primario y lo caro que se vende al consumidor final, también deberían verse afectadas al conocer de dónde vienen los números de la cuenta de resultados. Oponer los derechos de la mayoría a los deseos de una minoría, favorecer a la clase trabajadora, a los pequeños empresarios y al buen funcionamiento de la economía en general. Los movimientos más útiles no siempre coinciden con ser los más espectaculares. Lo noticiable, conviene hacer mención de ello, es que en esta legislatura la inercia neoliberal ya no ha sido la dominante y eso, al menos, marca una tendencia en la que profundizar.

Más sobre este tema
stats