VERSO LIBRE

¿Una movida? Una Removida

Voy al Teatro Alfil. Las calles de Malasaña están llenas de gente. Parece como si un nuevo tipo de movida estuviese buscando su cultura y su conversación en los bares. Mientras las inversiones oficiales desaparecen, mientras el Estado abandona las bibliotecas, la música, el cine y el teatro, surgen las alternativas de un tejido social agitado que quiere discutir, hablar de política, buscar responsables de lo que está pasando. Y la gente utiliza los libros, la música, el cine y el teatro.

Se percibe una nueva movida, una Removida. Con características diferentes, desde luego. La política ocupa hoy un lugar destacado a la hora de crear una cultura alternativa, el oxígeno que hace respirable una España real frente a la atmósfera turbia, fosilizada y mentirosa de la España oficial. En la movida de los 80, la gente necesitó cambiar las costumbres de la nación, romper con el sentimiento de culpa y café con galletas que había impuesto el franquismo, y dejó la política en manos de unos profesionales que se encerraron en el Parlamento con sus ambiciones, sus renuncias y sus pactos. Ahora la calle necesita recuperar la política, negarse al silencio, volver a decir, reconocer en el pasado los errores que prepararon el camino a un presente imperfecto, cada vez más desequilibrado y más miserable.

Hay una cola larga en la calle del Pez. En el Teatro Alfil se despide hasta la próxima temporada el Autorretrato de un joven capitalista español que ha escrito, dirigido y representado Alberto San Juan. La sala repleta forma parte del espectáculo porque la gente representa con sus ganas de oír, de reír, de pensar y de aplaudir el abismo abierto entre la vida cotidiana y la España oficial. Ya no basta con quedarse en los síntomas. Todo huele a final de ciclo. Ahí están los tesoreros y los empresarios en la cárcel, ahí están los silencios y las mentiras ridículas de las autoridades, ahí la desvergüenza de los partidos mayoritarios y de los medios de comunicación que trabajan al servicio de los bancos, ahí los escándalos de la Casa Real y de una Europa construida como proyecto de especulación y desmantelamiento de los servicios públicos. Ahí está todo eso, pero la gente quiere convertirlo en conversación, analizar el pasado, buscar las causas y saberse fuera de ese mundo, ajena de un modo sentimental a una parte ya podrida de la historia de España.

Y eso es lo que ofrece al público el monólogo de Alberto San Juan. Con su enorme poder de actor, desata y sostiene una crítica apasionada contra la Transición al entenderla, detrás de toda su retórica, como una estrategia para perpetuar los privilegios de las élites económicas del franquismo. La obra empieza con la autocrítica. Es el modo de fijar la responsabilidad no en un Gobierno concreto –y éste que tenemos da mucho pie a la indignación o la risa–, sino en una dinámica generalizada de dinero fácil, consumo, entretenimiento hueco y cinismo. Hasta las buenas intenciones forman parte de la farsa cuando queremos cambiar el mundo y pagamos la cuenta con tarjetas de crédito de bancos que especulan con alimentos y matan a la gente.

¿Cuándo empezó todo? Esa es la pregunta que se hace Alberto San Juan antes de contar su vida. Porque pensar en la historia es contarnos nuestra propia vida, algo que tendemos a olvidar. En el escenario vemos a un hombre que toma conciencia de las mentiras. El periódico que ha leído en el desayuno durante años estaba al servicio de la mentira. Las cosas que le contaron de niño eran mentiras para sellar el silencio de las víctimas y convertir en padres de la patria a los verdugos. La España de Felipe González protagonizó un proceso de reconversión ordenado en el que unas siglas históricas se pusieron al servicio de las privatizaciones y del capitalismo más impúdico. Esa fue la modernidad propuesta: la privatización de la política, la falsificación del socialismo. No era la paz, ni la reconciliación, sino la renovación de un sistema controlado por las mismas instituciones financieras.

Alberto San Juan acaba su monólogo con una mirada a la calle. ¿Será posible aprovechar esta vez la crisis para transformar la realidad? Muchas fuerzas políticas entienden su renovación como una simple cuestión de edad, ese cambio generacional que facilita la perpetuación del sistema. Pero detrás de cada puerta está la calle, una calle removida, gente que quiere hablar de política y llenar los teatros. Ríe, aplaude, participa y exige valentía. Ser cobarde es una forma de tomar partido.

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