El empeño del periodismo y la política por desempeñarse dentro de códigos de teatralidad retransmitida ha acabado por convertirlos en intérpretes de un libreto que conduce a la América en llamas.
La paradoja del observador, o efecto del observador, es una consideración científica que establece que la mera observación de un fenómeno puede cambiarlo de forma profunda. Su versión más radical es conocida como principio de incertidumbre o principio de indeterminación de Heisenberg y postula que una propiedad fundamental del universo cuántico es que el acto de medir altera el sistema medido. Este principio tiene, por supuesto, una versión en psicología social, conocida como efecto Hawthorne, que establece que los comportamientos individuales y colectivos son influidos por la presencia de observadores, e incluso por la mera sospecha de que hay alguien mirando. Y este es un fenómeno que preside, como una gigantesca cúpula de cristal, todo lo que atañe al oficio al que nos dedicamos, el de contar el mundo.
El efecto Hawthorne toma su nombre de una planta llamada Hawthorne Works perteneciente la empresa Western Electric Company situada cerca de Chicago y en la que un equipo dirigido por el sociólogo George Elton Mayo trató de estudiar, incrementando o reduciendo la luz ambiental, si las condiciones físicas del entorno laboral condicionaban la productividad. El resultado de esas pruebas, realizadas entre los años 1924 y 1932, fue que la productividad aumentaba tanto aumentando como reduciendo la iluminación y, una vez terminados los experimentos, los valores de producción volvían a la normalidad. El factor que hacía subir la intensidad del desempeño de los trabajadores era pues la conciencia de que estaban siendo objeto de un estudio científico. Elton Mayo escribió sobre ello años después y en 1955 bautizó con el nombre de la factoría la reactividad psicológica que se produce en los colectivos humanos, modificando algún aspecto de su conducta, por el mero hecho de estar sometidos a escrutinio y no como respuesta a la manipulación experimental del estudio.
A pesar de que con el tiempo los resultados de los experimentos de Elton Mayo han sido cuestionados y discutidos, permanece intacta su impronta: que la observación influye en lo observado. Esto resulta muy obvio si consideramos las redes sociales, donde el efecto Hawthorne es una norma cultural: actuamos performativamente, incluso cuando fingimos espontaneidad porque la certidumbre de la observación nos modifica. En términos políticos, el efecto Hawthorne fue teorizado como tecnología política por Foucault que, atendiendo al concepto de panóptico de Bentham, postuló que el poder no necesita fijar una vigilancia constante porque el ciudadano modula su conducta no ya por saberse observado sino ante la sola sospecha de que puede estar siéndolo. Y por eso para la seguridad vial son mucho más importantes los radares móviles que los fijos. Llevándolo a términos de pesadilla psicológica, en las sociedades modernas toda persona es su propio vigilante.
En el caso del periodismo, el asunto se complica, porque el efecto de modificación de comportamientos que aplica a la política es patente, pero a la vez, el propio periodista se convierte en un actor performativo de su trabajo. Eso es exactamente en lo que consisten los canutazos o los abordajes a los representantes institucionales en los lugares liminares del poder: pasillos, aparcamientos, patios, accesos… El periodista ya no solo muestra sino que genera la situación objeto de su trabajo.
El periodista se ha vuelto un corifeo, un catalizador del conflicto que se escenifica en medio minuto y que suplanta a la política
En un mundo sospechoso, un mundo de vigilantes y vigilados, cual somos todos nosotros, en el que lo latente tiene, por tanto, más prestigio de genuinidad que lo patente, se le da más valor a un asalto callejero que a una comparecencia, porque se atribuye autenticidad a lo no pautado. De ahí que se capten planos y se produzcan asaltos micrófono en mano a los políticos incluso cuando entran o salen de una conferencia de prensa en la que responden preguntas.
A pesar de que la sobreexposición ha convertido el accidente —el fuera de cámara, el micro abierto, la respuesta improvisada, el lapsus…— en prueba de autenticidad, lo cierto es que ese sendero, que tanto gusta al periodismo Gonzo y que podríamos llamar el efecto Caiga quien caiga, se agotó hace décadas. Somos toros toreados en un estado de escenificación constante, tanto del político como del periodista, y eso hace desaparecer cualquier posibilidad de que se obtenga algo genuino de cualquiera de los dos, incluso en esos espacios improvisados y a priori no pautados.
Porque el periodista se ha vuelto un corifeo, un catalizador del conflicto que se escenifica en medio minuto y que suplanta a la política. La pregunta apresurada, tropezando por las escaleras y entre empujones, no es algo que sucede sino algo que se crea para ser retransmitido, un catalizador que tensa la escena, hincha el drama y, por tanto, perpetúa el espectáculo. Pero a menudo ni siquiera el periodista es autor o director del libreto, sino un figurante al que el político puede utilizar, como vemos cada vez que algún activista de ultraderecha le mete un micro por la calle, pretendiendo ser incisivo, al diputado Gabriel Rufián. La política se hizo escénica: los gestos, las palabras, las emociones, se teatralizan porque siempre hay una cámara encendida, y político y periodista se convierten en performadores continuos cuya templanza, agresividad o sarcasmo están permanentemente en ensayo.
Aguas abajo y ante un periodismo que da valor de genuino a cuanto, en apariencia, se sale del guion institucional, los líderes tradicionales de la política y de la información, que escenificaban la seriedad y solemnidad de su trabajo como actores conscientes de estar sometidos al panóptico, han sido reemplazados por los bufones, pues el bufón no reniega del espectáculo sino que lo sabotea desde dentro mediante su conversión en hipérbole. La performance política —creada en simbiosis con el periodismo— ha sido hoy hackeada por figuras que no la niegan, sino que la hiperbolizan hasta volverla farsa. El periodismo cultivó el lenguaje del clip, la interrupción, el golpe de efecto, premió al político que reaccionaba de forma ágil, que improvisaba una supuesta autenticidad, al que se dejaba llevar y daba una buena toma de la pérdida de papeles, abandonó la profundidad por la escenografía, desmereció la solemnidad, la complejidad y el matiz. Y entonces llegó un tipo que no necesitaba intermediarios, que sabía que el show era el mensaje y que entendía que lo observado se deforma. Y lo deformó todo, hasta convertirlo en una parodia triunfante que tiene a Estados Unidos al borde de una guerra civil.
Vivimos los años en que la observación mutua y constante, la vigilancia insomne, ya no nos modifica sino que nos constituye. Piensen en ello cuando se pregunten por la razón política por la que hoy hay acreditados en el Congreso de los Diputados agitadores de ultraderecha que se esmeran en reventar cada rueda de prensa de los portavoces parlamentarios. Por supuesto, pese a la ridícula audiencia de sus empresas, no están ahí por un error administrativo o un exceso de confianza de la política democrática. Están ahí como parte de un itinerario que conduce al lugar exacto en el que está hoy América, dispuesta a inmolarse para que el drama pueda ser retransmitido.
El empeño del periodismo y la política por desempeñarse dentro de códigos de teatralidad retransmitida ha acabado por convertirlos en intérpretes de un libreto que conduce a la América en llamas.