El remilgo al que hemos asistido estas semanas en torno al uso del término “genocidio” para nombrar el horror vivido en Gaza parece querer negarle a las palabras la función que el lenguaje les confiere, que no es solo describir lo real sino también domesticarlo cuando se vuelve abrumador. La humanidad no soporta demasiada realidad, escribió Eliot, y el lenguaje, en su piedad, nos ofrece formas de pensar sin desintegrarnos. La palabra “genocidio” es también, pues, una prótesis del dolor que nos permite habitar el horror sin quedar atrapados en él. La terrible paradoja es precisamente que cuanto más precisa y rotunda es una palabra, más abstracto se vuelve el dolor que contiene. Decimos “genocidio” y creemos estar nombrando el horror absoluto, pero también lo estamos empaquetando, reduciendo a símbolo lo que, sentido en su literalidad, nos destruiría. El lenguaje, como todas las funciones superiores de la inteligencia, es pues un proceso de compresión tanto como comprensión.
En el documental de Juan Cruz La mente en blanco (recién estrenado en Filmin), el dibujante Miguel Gallardo (ya fallecido) y el miniaturista Marco Navas hablan del autismo y del asperger en un charla llena de cómicos malentendidos entre los llamados “neurotípicos” (nosotros) y los “aspi” (las distintas variables de trastornos autistas) por la diferente relación con el mundo. Gallardo, padre de María, que padece un autismo severo (y a cuya relación con él y con el mundo dedicó un tebeo, convertido luego en documental, titulado María y yo), trata de observar el mundo a través de ella y Navas, que padece asperger y comparte con María muchos de sus procesos, la traduce desde su propia mente, un territorio sin filtros donde cada estímulo brilla con idéntica intensidad. Lo que para la mayoría es una escena cotidiana —una fiesta, un aula, una calle cortada— para ellos es una tormenta de estímulos. Todo importa, las luces, las risas, el orden de la habitación, los sonidos cruzados, el roce de una tela, el olor de un perfume… Nada se resigna al segundo plano. El mundo llega entero, sin jerarquía ni filtro, como si todas las cosas gritaran a la vez, de ahí que los asperger y autistas necesiten rituales que lo estrechen y lo acallen. La repetición y la rutina son para ellos la única forma de que el mundo no se deshilache en mil direcciones exigentes de atención. El ritual no es pues un capricho, sino una tecnología de supervivencia. El autista no es incapaz de comprender, es incapaz de simplificar.
Así, Navas explica que él no puede acceder al concepto de “perro” como abstracción cuando alguien lo nombra, sino que su mente convoca a todos los perros que haya conocido. No puede llegar al símbolo, porque el símbolo, ese atajo del pensamiento, exige renunciar a la infinitud, desatender las posibilidades. En cierto sentido, su cerebro está imposibilitado para olvidar, o al menos, para comprimir la muchedumbre del mundo en símbolos.
“Genocidio” no es solo un juicio moral o político: es una abreviatura emocional que nos permite resumir lo inefable nombrando el horror y protegiéndonos de él
La paradoja es que ese mismo mecanismo que los desborda es el que nos constituye al resto. Lo que ellos no pueden hacer —filtrar, generalizar, abstraer— es lo que nos permite vivir y, aunque podemos perfeccionar los mecanismos, lo hacemos aun sin aprendizaje. Sobrevivimos precisamente porque no lo vemos todo; dado que lo estabulamos inventando jerarquías, patrones e historias. El filósofo Javier Gomá lo formuló con su habitual precisión provocadora: “Generalizar es la única forma de pensar el mundo, porque el mundo es abrumador.”
Todo lo que hacemos —el lenguaje, la ciencia, la religión, el arte, el periodismo— es un modo de generalizar, una manera de convertir el ruido en forma porque somos criaturas del filtro, de la síntesis, del patrón. El periodismo, a tal propósito, es el encargado de oficiar el ritual colectivo de esa conversión del ruido de la contemporaneidad en forma, convertir las cuentas en collar, una liturgia cotidiana para ordenar lo inabarcable. Porque el periodismo, como toda forma simbólica, no describe el mundo, lo somete y lo vuelve habitable. El autista ritualiza para conservar el orden; el periodista ritualiza para transmitirlo y así, donde uno busca detener el tiempo, el otro pretende darle curso y sentido. Pero ambos responden al mismo vértigo, el de la sospecha de que el mundo, tal como es, nos excede y nos intimida.
Por eso la rutina del autista y la del periodista son una forma de amor desesperado por la estructura, una plegaria muda para que el mundo se repita mañana igual que hoy, o al menos lo suficiente como para que podamos habitar en él sin sentirnos exiliados. El periodismo, como toda liturgia, necesita su gramática del sentido, titulares, géneros, horarios y convenciones que a veces creemos burocracia pero que no es más que un conjuro contra el abismo. La opinión que acude cada semana, el noticiario que comienza siempre a la misma hora, las secciones que se suceden con el ritmo de un rezo son las repeticiones que nos susurran: “El mundo tiene forma, no te asustes”.
Pero toda forma es también una renuncia, sintetizar es olvidar lo demasiado y por eso el ritual, además de cognitivo, es moral. El periodista elige y, dado que elegir es excluir, la única forma de recuperar lo que fue apartado es contenerlo en el símbolo, el rito, la metáfora, el relato o la abstracción, defensas que la humanidad ha inventado contra la desmesura. Defensas como la palabra “genocidio”.
Quizá por eso el periodismo aún es perentorio, aunque esté cansado, aunque se equivoque, aunque parezca condenado, porque su tarea no es decirlo todo, sino enseñarnos a soportar lo que no puede ser dicho.
El autista se aferra al ritual para no perder el mundo, el periodista lo repite para que el mundo no nos pierda y ambos, en su forma más profunda, practican el mismo gesto heroico de levantar una estructura, una rutina, un lenguaje, para no desaparecer en la infinitud. Por eso sin ritual no hay mundo, solo fragor. Y sin lenguaje no hay consuelo, solo el ruido blanco del caos.
El remilgo al que hemos asistido estas semanas en torno al uso del término “genocidio” para nombrar el horror vivido en Gaza parece querer negarle a las palabras la función que el lenguaje les confiere, que no es solo describir lo real sino también domesticarlo cuando se vuelve abrumador. La humanidad no soporta demasiada realidad, escribió Eliot, y el lenguaje, en su piedad, nos ofrece formas de pensar sin desintegrarnos. La palabra “genocidio” es también, pues, una prótesis del dolor que nos permite habitar el horror sin quedar atrapados en él. La terrible paradoja es precisamente que cuanto más precisa y rotunda es una palabra, más abstracto se vuelve el dolor que contiene. Decimos “genocidio” y creemos estar nombrando el horror absoluto, pero también lo estamos empaquetando, reduciendo a símbolo lo que, sentido en su literalidad, nos destruiría. El lenguaje, como todas las funciones superiores de la inteligencia, es pues un proceso de compresión tanto como comprensión.