Resistir es perder Cristina Monge

En algún momento del año pasado leí que en el Estado español solo el 12,5% de los desplazamientos al trabajo o al centro de estudios se producen en transporte público. Si bien es cierto que hay un 17,1% afortunado que va andando, el resto, nada menos que un 61.3%, utiliza su propio coche. Lógicamente, esto va por lugares, ya que no todos los sitios cuentan con un servicio de transportes eficiente. O de transportes a secas. Madrid, Barcelona y Bizkaia encabezan la lista de ciudades en las que la gente más se mueve en metro, autobús o tren.
Vivir en la periferia de una gran urbe pero trabajar en su almendra deja pocas opciones. Ya no solo se trata de ahorrar emisiones de CO2, que ya bastantes tenemos, o dinero en gasolina, que ya bastante poco nos queda, sino también de no poner a prueba nuestra paciencia, la que se pierde en los atascos enormes que te saltas si coges el tren o el suburbano.
Cuando lo haces de manera habitual, acabas por sumarte, involuntariamente, a una especie de coreografía en la que participan cientos o miles o cientos de miles de personas que habitan en los extrarradios y que repiten sus pasos, con ligeras alteraciones, casi a diario. Por eso, no siempre vemos lo que tenemos delante, ni tampoco lo escuchamos. Nos dejamos llevar por esa sinfonía rara en la que suenan los pitos que anuncian el cierre de puertas o los de los tornos al pasar el bono y se entremezclan con un montón de toses, estornudos y conversaciones face to face o telefónicas.
“Fucking mileuristas”, pensarán algunos de los que comparten vagón, como si por decirlo fueran a dejar de serlo, pudieran librarse de sus desplazamientos en Renfe o jubilarse a los 30
Pero si te detienes a observar, tiene un punto curioso, como de espectáculo urbano en el que caben el sueño, las legañas o maquillarse a pulso en espejos mini y que luego se quede la raya del ojo como si te la hubieras hecho en mitad de un terremoto de 8 grados en la escala Richter. Y en el que huele a los periódicos gratuitos, a gel y a cruce de colonias y desodorantes por las mañanas y a su abandono cruel por las tardes. Especialmente, en verano. En el que esta nueva especie de homínidos a la que pertenecemos levanta los hombros, agacha el cuello y entierra su rostro en una pantalla para charlar a través de audios que luego reproduce a doble velocidad o para ver vídeos de perros o de gatos que dan vía libre a tu ternura cautiva o para, a renglón seguido, reventar las teclas del teléfono respondiendo con ira a mensajes de gente a la que no conoces y que opina diferente en redes sociales. Segundos después, y sin despeinarte, puedes (puedo) escribir emails formales y hacer llamadas de curro con el fin de aprovechar los tiempos muertos, aunque haya tramos en los que la voz suene como la de un robot debido a que la cobertura va y viene. Como el Guadiana.
Por cierto, río no, en todo caso oasis es encontrar a personas que mantienen la bella costumbre de leer libros en papel, de esos en los que todavía se hace el gesto de pasar páginas provocando una especie de crujido tenue que acaba por volverse inaudible puesto que en cada parada suben más pasajeros. Hacerse un hueco es puro Tetris. No obstante, a pesar de la falta de espacio y hasta de aire, hay quien tiene ganas de cháchara. Aun no prestando atención a la conversación, ya sabes, por las ojeras que tú también llevas puestas, que las exigencias son altas y los sueldos bajos. Y, al lado, los estudiantes que barren el suelo con sus mochilas y sostienen los apuntes con los dedos agarrotados y los nervios tensionándoles la cara cruzan los dedos con el objetivo de ahuyentar escenarios futuros probables.
“Fucking mileuristas”, pensarán algunos de los que comparten vagón, como si por decirlo fueran a dejar de serlo, pudieran librarse de sus desplazamientos en Renfe o jubilarse a los 30. Ja, ja, ja.
Y, mientras tanto, en invierno, los abrigos hacen frufru al rozarse. Los roces deliberados con algo que no sea el abrigo granjean hostias en toa la cara o, cuanto menos, sus buenos gritos. Lo más parecido a la paz es poder quedarse mirando por esas ventanas con cristal ahumado y dejar atrás los edificios vacíos, las carreteras abarrotadas y las estaciones llenas porque el tren anterior se ha estropeado. Otra vez. O responder a la sonrisa del bebé que está sentando enfrente. ¿Acaso eso que dura tan poco es el nirvana? Pues ni tiempo te da a averiguarlo, ya que enseguida vuelven el trasiego, la mezcla de acentos, colores y dolores de espalda puesto que hay mudanzas, vidas o mercancías que se llevan a cuestas. En esta época, además, son viajeros habituales los repartidores que sujetan la bici con una mano y con la otra el envío de turno. En sus ojos se localizan, sin necesidad de GPS, las ganas de acabar con todo y volver a casa.
No sé si casa pero sí hogar le encantaría tener a la persona que pide, bueno, para él y para su familia, porque se quedó sin trabajo, y a ver qué hace ahora a esta edad. Y cuando aún estás buscando unos euros en el fondo del bolsillo, llega el “hola, buenos días, un poquito de música para amenizar su viaje”. Qué bonita voz. A la chica se le olvida la letra y pide perdón, como si nos debiera algo y no nosotros a ella, que le ha puesto belleza a este trayecto.
Pi, pi, pi. Tu estación y quién sabe, quizá también, alguna identificación por perfil racial.
Al fin sales con la sensación de haber pasado ahí días y es tan temprano y tan invierno que ni el sol ha aparecido.
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