LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Israel sella un alto el fuego con Hamás tras desatar un infierno en Oriente Medio con más de 46.000 víctimas

Las campanillas de papel de aluminio de Merche

Lucía Mbomío

–¡Perdón!

–¡Joder!

–¡Uy, disculpe!

Y así todo el rato mientras arrastras los pies, carraspeas y hasta finges un ataque de tos, por si eso sirve para que la persona que te precede acelere el paso y poder dejar de sentirte atrapada en esa procesión de ocio, neones y consumo que discurre por las calles del centro de las ciudades. Pero es que quien va delante de ti tiene la misma sensación porque estáis en un atasco peatonal equiparable al de la operación salida en los agostos en los que no escalonábamos nuestras estampidas rumbo hacia donde fuera y, de ese modo, huir del calor. Solo que, ahora, además de producirse en la carretera, se dan en las aceras. Desde arriba deben lucir como una especie de cadena de seres humanos que boquean en la nuca de otros seres humanos.

Esto que digo también es aplicable a las escaleras mecánicas de las estaciones de metro que están situadas en las inmediaciones de las calles comerciales y cuyo lado izquierdo, el que se supone que es el ágil, durante el mes de diciembre vive en permanente retención.

Por eso, yo siempre me encuentro mejor en mi periferia. El otro día me puse a caminar un poco sin rumbo por ella para ver qué me encontraba en esta época. En mi periplo me topé con uno de esos ejercicios hermosos de cooperación vecinal: de las copas de los árboles diseminados por la plaza que estaba atravesando pendían un montón de campanillas silentes. Me acerqué y comprobé que eran vasos de plástico forrados con papel de aluminio y que los badajos habían sido confeccionados con tela. Pura I+D, imaginación más desparpajo al servicio del barrio. En el jardín había belenes, papás noeles y bolas de las que se ponen en los abetos sobre arbustos engalanados por la gente que vive en los bloques aledaños. Y todo flanqueado por una valla que ahora tiene más pinta de empalizada multicolor ya que está cubierta por las postales navideñas hechas a mano por las y los peques del vecindario que, con su caligrafía pueril, escriben sus nombres o le lanzan buenos deseos a cualquiera que se pare a leerlas.

Me puse a grabar y a hacer fotos a esa maravilla y descubrí a su impulsora que andaba por ahí, sentada en un banco. Se llama Mercedes García y no quería darse importancia, sin embargo la merece, puesto que lleva años liándola para bien. Gracias, Merche.  

Tras esa parada, desplacé la mirada de los árboles a las terrazas. En mi localidad hay una de obligada visita, tanto es así que hasta sale en el periódico local: la de los abuelos de Thiago y Valentina que cada año dibujan sus nombres con bombillas de colores con el objetivo de recordarles que les quieren a diario y que en fiestas lo gritan. No muy lejos, hay otra parecida, con un muñeco de nieve gigante que saluda brazos en alto a los transeúntes. Situado casi en el centro de su edificio, destaca por su tamaño y debido a que está rodeado de balcones desnudos, ya sea por falta de ganas de ponerse a hacer manualidades, por ausencia de fe católica o/y de infancia cerca o porque al lado de tremendo monumento, cualquier ornamento, aun sin serlo, se vería pequeño. La mayoría, no obstante, lucen discretos, con ledes y algún que otro adorno para celebrar que llegan los días de asueto. O por los viejos tiempos.

A estas alturas del 2024 llevo tal cansancio encima que si llego a las uvas será un milagro laico

A diferencia del centro atestado, cada día que pasa, aquí hay menos gente debido a que no vienen turistas y a que muchas de las personas que viven por estos lares provienen de fuera. Cuando llegan estas fechas, por tanto, si su lugar de origen les pilla medio cerca y su bolsillo se lo permite, se marchan, se juntan con la familia y cambian la anosmia urbana por el olor a pueblo en invierno: una mezcla de madera quemada en las chimeneas con guiso en el fuego bullendo. Eso en nochebuena, en nochevieja vuelven y, entonces sí, esto se llena de gente porque regresan los que acababan de irse y los que se marcharon hace años para juntarse en algún salón. El “deséxodo” es tal que los coches se aparcan en donde sea y, por un día, las autoridades miran hacia otro lado.  

Volviendo a la comida, la cesta navideña es más una carrera de fondo que un esprint. Si tienes la suerte de coincidir en el ascensor con ese vecino que tiene huerta en el pueblo y que lo mismo te regala calabacines que uvas, tomates o lo que toque, en función de la estación, triunfas. Pero, claro, para eso no hay que correr los cien metros lisos por el portal, con el fin de evitar coincidir por miedo a tener que hablar en el breve lapso que hay desde el bajo hasta el cuarto. En un cuarto justo viven mis padres y es en diciembre cuando reaparece en su salón la bandeja plateada, que no de plata, que solo se usa este mes y para poner los roscos de vino, los polvorones, el turrón duro, el blando y, así, como gran modernidad, el de chocolate.

Y, nada, después de las cenas, con lo que cada cual puede llevar a la mesa, en mi juventud, el 31 creíamos que estábamos en las Fallas de Valencia. Ya podía hacer un frío de mil demonios, que nos asomábamos a la ventana a ver a la gente con sus bengalas, sus petardos y sus fuegos artificiales. Había una especie de pique interbloques que ha ido desapareciendo gracias a que hemos entendido que hay gente y mascotas que sufren mucho y que se puede celebrar sin tanto ruido.

Ya no sé qué pasa después de las doce y cinco. Antes, tocaba botellón, que podía ser sin alcohol, o cotillón o, yo qué sé, cosas que acababan en “on”, supongo. Ahora, ni idea, a estas alturas del 2024 llevo tal cansancio encima que, si llego a las uvas, será un milagro laico. Sea como fuere y hagáis lo que hagáis, incluyendo dormir, que es bien sano, feliz año. 

Más sobre este tema
stats