Qué ven mis ojos

Hay dos problemas con el dinero: que está en pocas manos y que está en las peores

Benjamín Prado nueva.

“Los demagogos vengan a los bosques talados echando un libro al fuego”.

Tal y como funcionan las cosas en esta parte del mundo, donde el dinero lo es todo, es difícil no tener la sensación de que el capital está en pocas manos y también está en las peores, que además son las de quienes cortan el bacalao, parten, reparten y se llevan, no ya la mejor parte, sino todo. En el planeta neoliberal, los que roban en serio son los más ricos, quienes tienen a su disposición los engranajes de la ingeniería financiera y el pasaporte lleno de sellos de paraísos fiscales. Por eso tantos aspiran a la política, que entienden como un trampolín, el modo más seguro de hacerse con una copia de las llaves de la caja fuerte. Y el resultado es demoledor. El precio que pagan los países por la corrupción es tan grande que la economía de un país como España, donde la factura asciende, según los cálculos que hace la Comisión Nacional de Mercados y Competencia, a 90.000 millones de euros al año, crecería medio punto cada ejercicio si no se produjera ese saqueo. No hay ideología en esa estimación, son datos de la Cámara de Comercio y Transparencia y del Foro Económico Mundial. No esperen que los avalen los patriotas de bandera y chiringuito, pero no de los de la playa, sino de los otros, esos en los que se cobra por no trabajar.

Estos días se habla en Bruselas de la creación de una Autoridad Europea cuyo fin sería impedir el blanqueo de capitales y acabar con la impunidad de las entidades financieras que hacen de intermediarias y depositarias del fraude pero se lavan las manos a la hora de admitir cualquier tipo de culpa. El plan es someterlas a vigilancia y poder acceder por ley a los movimientos sospechosos que se produzcan, sin que los bancos puedan evitar ese control apelando al secreto profesional o al derecho de sus clientes a la protección de datos. Quizá la prohibición de que existieran los famosos testaferros, que ya no se permiten en algunos países, pero sí en el nuestro, también ayudaría.

La sensación de que el dinero de todos, el que sale de los impuestos, se malversa a cara descubierta y a plena luz del día, está generalizada. No es raro, a la luz de las noticias que llevan los titulares de escándalo en escándalo, de las cifras que se hacen públicas y de la identidad de los personajes que malversan y evaden, entre los que hay desde miembros de la familia real a presidentes autonómicos o ministros en su momento tan todopoderosos que a alguno de ellos se le atribuía ni más ni menos que la capacidad de hacer milagros, pasando por banqueros, empresarios y hasta presidentes de la patronal. No hace falta ni siquiera dar nombres.

En Madrid, sin ir más lejos, que es donde se han celebrado las últimas elecciones, resulta notorio el modo en que, nada más llegar al despacho, la ganadora, sus socios y algún nuevo compañero de viaje han empezado a repartir el pastel. Puestos creados a la medida que cuestan decenas de miles de euros y no tienen sentido; privatización del reparto de las ayudas que vienen de Europa y hasta de la administración de las vacunas. A cambio, con la careta ya quitada y las cartas sobre la mesa, Ayuso y sus socios han impedido con su mayoría que la Asamblea de Madrid investigue lo ocurrido en las residencias geriátricas de la Comunidad que ella gobernaba, donde murieron más de seis mil doscientas personas y donde su Gobierno prohibió que a las y los ancianos contagiados o con signos de estarlo se los llevase a un hospital.

La presidenta y su consejero de Sanidad ni estaban en sus escaños durante ese debate, lo cual lo explica todo. Lo inexplicable es que sean ellos quienes frenan esa comisión, cuando decían que no tenían ninguna culpa en lo sucedido porque la responsabilidad de esos centros era del entonces vicepresidente Pablo Iglesias. Las víctimas, de cuya defensa tanto alardean en otros terrenos, en éste han sido despreciadas. La conclusión no puede ser otra: debe de ser que no quieren que se sepa lo que ellos saben muy bien que hicieron. Por eso tratan de esconderlo tras sus declaraciones de patriotismo, que para ellos es como el tres en uno. Los demagogos lo empeoran todo y aprovechan cualquier ocasión a su alcance para acabar con derechos y razones: son pirómanos que aseguran vengar a los bosques talados echando un libro al fuego.

Volvemos así al tema inicial de este artículo: el dinero. Cuando la pandemia empezó a cobrarse vidas, el argumento de algunas personas era que sí, que estaba muriendo gente pero muy mayor, como si eso atenuase la importancia del drama; y ahora que está a punto de acabar, o al menos en vías de ser superada gracias a las vacunas y a pesar de los insensatos, se deja claro con estas actitudes que no nos podemos parar a llorar a los viejos, que lo importante son los supervivientes, las mujeres y hombres sanos que van a levantar de nuevo el país. En el neoliberalismo, los seres no contributivos carecen de interés, si no cotizas no importas. Y ya se encargan de recordártelo la o el ministro de Economía de turno, cuando habla del gasto farmacéutico y hospitalario y de la carga onerosa de las pensiones: si ustedes no se mueren, no hay manera. Con lo que se lleva la corrupción, se financiaría todo nuestro gasto sanitario, que es de ochenta y cuatro mil millones de euros, y sobrarían seis mil para contratar más personal, que falta hace.

Ojalá la creación de esa nueva Autoridad Europea sirva para cortarle el paso a quienes arruinan a las naciones mientras agitan sus banderas, porque eso será mejor para todos, no sólo para algunos.

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