Qué ven mis ojos
El hombre que fue un arquitecto y dos poetas
Visto desde mis ojos, con Joan Margarit se va todo: en primer lugar un gran amigo, enriquecedor, leal, de esos con los que cada minuto de compañía merece la pena, tiene el aroma de lo irrepetible; después, un maestro literario, del que sus lectores siempre esperábamos el siguiente libro con un interés que jamás fue defraudado; y finalmente, en el terreno aún más personal, diré que para mí Barcelona ha muerto tres veces y de esta última ya no va a resucitar. En los años ochenta –el tiempo pasa tan veloz que hace falta añadir que del siglo pasado–, uno iba a esa ciudad llena de maravillas y amigos, sobre todo, para estar con Jaime Gil de Biedma y las tardes que empezaban en su despacho de la Compañía de Tabacos de Filipinas y acababan en una serie de bares de su predilección dejaban una y otra vez “la sensación de habernos quedado ambos con una copa de menos”, tal y como me escribió en la dedicatoria de unos de sus libros, y ganas de regresar, cuanto antes mejor. Luego llegó la era de Juan Marsé, otro ser celestial, con las comidas familiares en su casa o las copas en el hotel Majestic. Y un poco más tarde, empecé a verlo a él a unas horas y a Joan en otras. No tenían relación entre ellos y sí que los separaban algunas cosas como, por ejemplo, su punto de vista sobre la situación política catalana, pero se respetaban como autores.
“Tras el verso más cruel nos espera un camino”, empieza uno de los poemas de Animal de bosque, que aparecerá en unos días, por desgracia ya de manera póstuma, en la editorial Visor, y concluye con estos versos memorables: “Siempre necesitamos / poder abrir alguna puerta. / El poema es la llave que el lector / lleva en sus ojos.” Eso es lo que te da su poesía: una llave de su casa, un lugar de encuentro donde sentirte también escuchado. Sus versos están llenos de belleza, de emoción y de piedad, saben cosas de ti y de algunas de ellas te enteras al leerlos. Eso no está al alcance más que de los mejores poetas.
A Joan le gustaba reír, los dos sonidos que más vamos a recordar de él son el de su voz al recitar, entre calmada y ardiente, con un eco sentencioso en los finales, y el de sus carcajadas. Era un hombre melancólico al que le gustaban las bromas, lo mismo que era un hombre apasionado que no trataba de avasallar con sus opiniones las de los demás. El primer libro suyo que tuve en mis manos lo encontré en una librería de Barcelona, cuando aún no sabía nada de él. Yo era muy joven y al verlo publicado en una colección en la que aparecían títulos de Rafael Alberti, Jorge Guillén, Gabriel Celaya, Gloria Fuertes o Paul Valèry, supuse que se trataba de otro clásico y lo di imprudentemente por desaparecido en alguna conversación que de alguna manera llegó a sus oídos, creo que a través del poeta Pere Rovira. Una tarde, tras un acto cultural en Madrid, alguien se acercó a mis espaldas y me tocó en el hombro: “¡Hola, tú eres Benjamín, ¿verdad? ¡Pues yo soy el muerto”, me soltó a bocajarro, antes de estallar en una risa! Así continuó identificándose durante años, cada vez que me llamaba por teléfono o nos encontrábamos.
El poema y el muro
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Pero tras esa persona divertida había otra llena de nostalgia y cicatrices, que había atravesado los desiertos de la historia, en la época opresiva de la dictadura, que nos contó en sus memorias Para tener casa hay que ganar la guerra, y también los de la vida, que lo hirió con su cuchillo más afilado y le hizo sentir su dolor más insufrible con el fallecimiento de su hija Joana, un drama compartido del que surgió el libro dedicado a ella, a su enfermedad y el sufrimiento suyo y de los suyos, un canto fúnebre que será difícil que pueda olvidar, sin duda, cualquiera que lo haya tenido en sus manos. La existencia es una aventura peligrosa, lo viene a decir en otro momento de Animal de bosque, y la conclusión a la que le lleva esa idea no es amable: “Has de saber tan sólo / que su precio será la soledad.”
Joan Margarit tardó mucho más tiempo en ser conocido que en ser reconocido. Al principio era un arquitecto que escribía, pero en cuanto sus poemas tuvieron difusión, una gran mayoría de las y los aficionados al género lo identificó como a un creador de primera magnitud. Estoy seguro de que lo disfrutó, porque le puso siempre mucho amor a su trabajo, eso lo sabemos bien quienes tuvimos el privilegio de conocer algunos de sus manuscritos y comprobar de qué forma los corregía y mejoraba, hasta el punto de ser, según su propia definición, dos poetas distintos al traducirse al castellano. Es decir, que empezaba casi de cero y, en numerosas ocasiones, variaba notablemente de versión al cambiar de idioma, hasta estar seguro de que el resultado era el mejor posible. A mí no me extrañó en absoluto que ganara el premio Cervantes, porque en la lengua del autor del Quijote era igual de sobresaliente que en la suya y, sobre todo, a causa de esa reelaboración en la que tanto insistía.
“Algo mío intentará volver”, dice en uno de los últimos textos de Animal de bosque. Que no se preocupe por eso: su poesía no va a dejar que se vaya, sólo que no esté en persona. Eso sí, quienes además de admirarlo tuvimos la suerte de quererlo vamos a extrañarlo mucho.