Mi padre y el mar

La forma de los árboles responde al viento que ha pasado a través de ellos. Creo recordar que fue el poeta griego Yorgos Seferis quien comparó la huella que deja en nosotros la vida con la forma de los pinos atravesados por el viento. Cada rama es un diálogo entre la voluntad de crecer y las cosas que nos envuelven, nos empujan y nos hacen.

Antes de ver el mar, yo conocí a Espronceda. Mi padre tenía la costumbre de leer en alto sus composiciones preferidas de Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Extraña era la mañana de domingo en la que su voz no terminase por llenar el mundo con los cañones y el velero bergantín de “La canción del pirata. Me asalta hoy su recuerdo en medio de un viaje. Saco de la mochila el ordenador y me pongo a escribir. Desde la ventanilla de un avión observo la infinita piel azul del océano, ese misterio en el que desembocan todos los ríos de la vida. A muchos pies de altura y muy dentro de mí, escucho la voz de mi padre, su forma algo teatral de sacudir el yugo del esclavo y de imponer su libertad a despecho del inglés.

La tecnología tiene rodeada a la muerte con todos sus avances. Cuando quieres pensar en otra cosa para ir navegando por las aguas del duelo, el teléfono móvil sorprende con un mensaje de voz o con un vídeo. La melancolía que antes guardábamos para determinadas ocasiones en los álbumes de fotografías, nos invade ahora desde una pantalla. Pero convivimos más con la pérdida que con la memoria. Y no es lo mismo, porque la memoria, como el viento, responde a aquello que pasó por nosotros y nos dio forma. Supone un diálogo con la intimidad más profunda, algo que nos hace vivir y que se parece mucho a la literatura.

El recuerdo infantil y el álbum de fotografías se mezclan en su uniforme blanco y sus esquís cruzados en la espalda, mientras desfila al frente de sus soldados

Miro el océano, veo a mi padre, igual que lo veo con frecuencia cuando paso por delante de algún espejo de mi casa. El hombre de 95 años que murió hace dos meses llevaba dentro al niño que fue internado en un colegio para huérfanos de militares. Siempre he pensado que su carácter sentimental, con excesos en el amor y en los requerimientos, nació de la larga conversación con la soledad que vivió desde muy joven. Yo vine al mundo debido a su amor por la alta montaña y la nieve.

Militar de la quinta promoción de infantería, pidió su primer destino en Jaca. Cuando en los años 50 se fundó una compañía de montaña en Sierra Nevada, mi padre llegó como teniente a Granada. El recuerdo infantil y el álbum de fotografías se mezclan en su uniforme blanco y sus esquís cruzados en la espalda, mientras desfila al frente de sus soldados.

Cuenta mi madre que ella tenía otro pretendiente. Pero un día el joven militar famoso entre sus amigas, porque se parecía a Gregory Peck, se le acercó, la llamó por su nombre y dijo que la estaba esperando. Pensaba proponerle matrimonio en cuanto ella se cansase de aquel novio que no le convenía. Así, así, el militar de Burgos se casó con la joven granadina estudiante de Filosofía y Letras. Las ramas de mi existencia, mi forma de amar, imaginar, discutir, el sentido de la lealtad o de la indignación, tienen mucho que ver con un militar de derechas que defendió siempre delante de sus amigos al hijo que había salido rana y se había apuntado a la izquierda. Como siempre es posible alcanzar orillas amables, pasados los años repitió también que no hay nada más importante que ser un buen poeta. Y siguió recitando a Machado, San Juan de la Cruz, Campoamor o el Duque de Rivas con voz de huérfano, enamorado y padre de 6 hijos.

Algo tiene la poesía, desde luego. Por mucho que avance la ciencia, aunque haya grabaciones, videos y capturas tecnológicas, la vida guarda su propia mecánica sentimental y pasa por nosotros como pasa el viento entre los árboles, llenando nuestra sombra, la que va con nosotros, de ramas, astillas y detalles silenciosos que de pronto se ponen a decirnos quiénes somos.

Miro el mar, el mar infinito, y me invade los ojos, y me devuelve de golpe las mañanas de colegio, el olor a gasolina del primer coche camino de la playa, las comidas de Navidad con pavo y discusiones, los partidos del Madrid y el Granada Club de Fútbol, el pirata de Espronceda y tantas, tantas cosas, granos de arena en un reloj. Y todo lo que está a miles de kilómetros de distancia vuelve a depender de la palabra yo. Sin esa humilde verdad, sin las conversaciones en la cocina o las mañanas de domingo, los grandes viajes pierden su sentido.

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