Las palabras y la política

Todos los asuntos humanos acaban convirtiéndose en una cuestión de palabras. Por eso debajo de los significantes se mueven mucho los significados y por eso los debates políticos suponen un esfuerzo por hacerse dueños de las palabras. No le faltaba razón a Manuel Azaña cuando afirmaba que la política debía ser el estado más alto de la cultura, la voluntad de ordenar la convivencia de una comunidad. Y las comunidades se hacen con imaginación y palabras, compromisos cívicos a la hora de responder a las dinámicas de la realidad. Lo que ocurre es que la cultura, la voluntad, el orden, la comunidad, la imaginación, los compromisos, las palabras y la realidad no son esencias divinas, sino ámbitos que responden a determinados intereses de la historia. Las ideologías necesitan hacerse dueñas de las palabras. Somos una escritura en voz baja y en voz alta.

El Centro Internacional del Español de la Universidad de Salamanca ha publicado las conclusiones de un estudio sobre Lengua y política. La transición española a la democracia. Nos recuerda su lectura que la tensión vivida entonces fue más grave de lo que suele dibujarse. La democracia no partía de cero, no era una invención de la nada, sino la necesidad de responder a la sociedad española con un acuerdo difícil entre los que habían gobernado una dictadura sangrienta y los que representaban la herencia de un pensamiento alternativo, empezando con las Cortes de Cádiz de 1812, pasando por dos Repúblicas y terminando en la militancia clandestina contra los golpistas de 1936.

Era difícil ponerse de acuerdo en el significado de palabras como democracia, nación, monarquía, apertura, reforma o libertad. Bajo todas las discusiones coyunturales, la palabra que más vueltas sigue dando en los debates actuales sobre la democracia española es la palabra libertad. Hay distancias y cercanías significativas con los antiguos debates semánticos de la Transición.

Negar por devoción la realidad española siempre ha sido la forma más tradicionalista y contundente de sentirse español

Cuando Santiago Carrillo declaraba en 1977 que “la libertad y la democracia son una suerte de patrimonio común a todos los pueblos”, estaba tomando postura ante su propia historia de dirigente comunista, asumiendo la nueva época que vivía el mundo y el deseo de favorecer la posibilidad de una democracia para España. Le interesaba además hacer hincapié en la idea de una soberanía popular como legitimación de la política. Por su parte, Gregorio Peces Barba afirmaba en 1978 que “los dos grandes valores del mundo moderno, el de la libertad y el de la igualdad, son los que inspiran y dan valor a la democracia”. Declaraciones de este tipo apuntaban a una Constitución que desde su artículo primero concibiese a la nación como un Estado social definido por palabras como libertad, igualdad, justicia, política y pluralismo.

La configuración de una derecha democrática representada por Adolfo Suárez fue decisiva en este proceso, porque había una derecha franquista, representada por Fraga Iribarne, que miraba con recelo los posibles significados de algunas palabras. De ahí que su partido tuviese tantas quiebras entre el sí, el no y la abstención a la hora de votar “las luces y las sombras” de la Constitución.

Fraga Iribarne en 1976 advertía que “las libertades civilizadas ni pueden ser libertades selváticas propias de una sociedad primitiva, ni libertades totalitarias”. Al exministro de Franco le preocupaba una Constitución que al unir la política con el pluralismo y la justicia con la libertad y la igualdad desembocase, por ejemplo, en leyes tan terribles como las del divorcio y la interrupción del embarazo. Tampoco simpatizaba con el reconocimiento de la diversidad española en sus regiones y nacionalidades. Negar por devoción la realidad española siempre ha sido la forma más tradicionalista y contundente de sentirse español.

Es curioso pensar en el movimiento de las palabras. Fraga está ahí, desmentido y heredado al mismo tiempo por los suyos. El miedo a las “libertades selváticas” lo ha olvidado la derecha populista y neoliberal que identifica hoy la libertad con la ley del más fuerte, la derecha que niega el deseo de igualdad, que se opone a una fiscalidad justa y que deteriora la educación y la sanidad pública. La derecha negacionista que, incluso en épocas de pandemia, veta al Estado su deber de regular normas de convivencia. Más que un marco de convivencia justa, ser libre es así el gusto de poder salir a tomar cañas por la noche, aunque se haya declarado una enfermedad contagiosa.

Pero también hay un Fraga Iribarne recordado. Su idea de “libertades totalitarias” sigue vigente en la afirmación, también muy actual, de que el resultado de la votación de un parlamento, elegido por soberanía popular según la diversidad nacional y el pluralismo político, puede definirse como un golpe de Estado. No es que el pueblo haya votado libremente, es que ha dado un golpe de Estado contra la derecha que pierde las elecciones.

Conviene tener memoria, saber lo que heredamos y lo que desmentimos, lo que perpetuamos y lo que abandonamos en las curvas del pasado. A mí, por ejemplo, me interesan mucho las palabras que definen a un Estado como una democracia social.

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