La política es una vieja amiga

Cumplir años significa ver cómo los amigos de toda la vida envejecen. Es verdad que los días y los trabajos no se detienen, y eso también significa que llega gente joven a la familia, las reuniones laborales y las fiestas. Caras nuevas que enriquecen y le dan sentido a la realidad. Pero no deja de ser una punzada melancólica formar parte del envejecimiento inevitable de lo que ayer parecía casi un presente perpetuo.

Tengo una vieja amiga que se llama política. La conocí en un país joven cuando yo terminaba el bachillerato y entraba en la Universidad. Acababa de morir un viejo que se había declarado Caudillo de España por la Gracia de Dios. Así rezaba en las monedas con las que los niños compraban caramelos, las mujeres mimaban la despensa para cocinar lo que se pudiese y los hombres hacían negocios y pagaban en el bar. La gente de dinero se sentía satisfecha de que su poder estuviera justificado por una voluntad divina.

Por los siglos de los siglos, el poder siempre ha tenido la necesidad de justificarse. Las tribus, el esclavismo, la servidumbre feudal y los Estados Modernos se han fundado en un conjunto de valores que legitimaban el modo de organizar sus sociedades. Mi vieja amiga, la política democrática, nació para que las supersticiones dejasen de imperar y los principios sociales se hermanaran con la igualdad de derechos, la libertad de conciencia y la dignidad humana.

Después de tantos años de dictadura, la política fue una joven que salió de la clandestinidad para decir que las ideas del mundo se organizaban en partidos y que los ciudadanos debían votar a esos partidos, eligiendo así sus formas de existencia. Y es que todo depende de las decisiones que tomemos entre todos: el trabajo, la educación, la sanidad, los matrimonios, el bien común y la riqueza dependen del modo en el que decidamos escribir palabras como nosotros. Llegamos incluso a aprender poco a poco que el nosotros no debe hacernos olvidar las necesidades diferentes del nosotras y que palabras como clima y naturaleza dependen también de las decisiones que tomemos. Así que el bien común fue la tarea social de la política.

El 'poco a poco' de la política ha sido desplazado por el 'poco a poco' de la antipolítica, hasta el punto de que estar politizado es ahora una forma rápida de quitarle valor a las cosas de la vida

Pero después de muchos años de ser tratada con respeto, mi amiga ha envejecido mal. No me refiero al comportamiento de algunos políticos que convierten sus declaraciones en pura zafiedad. Eso sería lo de menos, si su actuación no formase parte de un cultivado descrédito general. El poco a poco de la política ha sido desplazado por el poco a poco de la antipolítica, hasta el punto de que estar politizado es ahora una forma rápida de quitarle valor a las cosas de la vida.

Mi vieja amiga ha sufrido mucho estos días cuando se denunciaba que la manifestación madrileña en defensa de la Sanidad Pública estaba politizada. Incluso algunos defensores de la manifestación se precipitaron a decir que no estaba politizada. ¡Pero cómo que no! ¿Es que es malo politizar las cosas? ¿Es que podemos olvidar que la dignidad del personal sanitario, los hospitales, las salas de espera y los enfermos dependen de las decisiones de los partidos políticos? ¿Podemos olvidar que esos partidos dependen de las decisiones que nosotros y nosotras tomemos sobre ellos?

Hubo un momento en el que el poder del dinero sintió vergüenza de justificarse con caudillos legitimados por la gracia de Dios. Tuvo que intentar convivir con la política. Ahora se ha cansado de los límites de la política y el bien común: prefiere apostar otra vez por los caudillos y las caudillas. Su verdad es trabajar al servicio del dinero en un mundo que desprecie cualquier valor que no sea el dinero. 

Mi vieja amiga no se da por derrotada, se niega a aceptar las nuevas formas irracionales de legitimación. Cada vez que quedamos a tomar un café me hace algunas consideraciones. Este regreso al caudillaje, insiste, necesita hacer de la antipolítica su máscara para convertir en peligros radicales los deseos de justicia social, igualdad de género, respeto interétnico, derechos humanos y compromisos con la naturaleza. Los valores necesarios para la supervivencia de la democracia y el planeta quieren ser quemados en las hogueras del odio.

Y el odio, que necesita de la prisa, la insensatez y el corto plazo, se parece mucho a los viejos autoritarismos. Mi amiga me dice que ya los conoce y que, si queremos discutir con ellos, nos equivocaremos tanto al renunciar por miedo a nuestros valores principales como al echarle leña al fuego de la ira sin necesidad. Es lo último que me dice, mientras me enseña en Twitter algunas opiniones. 

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