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Rebelión en la granja

Una vez que se marchó el político acompañado por sus cortesanos y por los periodistas, cuando cesó el rumor luminoso de las cámaras fotográficas y se tranquilizaron los sacos de pienso y las balas de paja, mientras los operarios cargaban en la furgoneta el equipo de sonido, se cerraron las puertas de la granja. El cerdo llamado Napoleón tardó poco en encaramarse a la tabla del gallinero que le servía de tribuna y se dirigió de manera indignada a sus hermanos animales.

¿Os habéis dado cuenta, preguntó, que vienen a quitarnos no sólo el puesto de trabajo, sino la condición de nuestra identidad? No penséis que esto del protagonismo de nuestra granja en la política es algo coyuntural, afirmó, rompiendo la palabra co-yun-tu-ral en sílabas con la misma habilidad de los patriotas a la hora de romper las patrias. Vienen para quedarse. Mi condición de cerdo me había hecho dueño de la cochinería, la marranada y la porquería, del gruñido, propiedades muy amadas que ahora siento peligrar después de haberlos oído.

Yo también veo en peligro mi poder sobre el rebuzno, comentó la burra desde una esquina del establo, con ojos tristes. Estaba acostumbrada a soportar junto al buey los villancicos navideños, pero nunca había asistido a un espectáculo tan desembarazado.

A mí me pasa lo mismo, confesó el caballo. No creo que vayan a quitarme el relincho, pero nadie supo nunca repartir coces como nuestra estirpe, coces certeras para todo tipo de espinillas, vientres, pechos o cabezas. Nuestras crines están apesadumbradas porque los visitantes han demostrado que cocean mejor que un pura sangre.

¿Y los huevos?, preguntaron con un cacareo arrebatado las gallinas. Tú sabes, Napoleón, que somos cumplidoras y llevamos muchos años poniendo huevos. Pero esta gente ha puesto en media hora más huevos que nosotros en un siglo. Los pollos piaron al comprender las dudas que se cernían sobre su futuro.

Entonces sobrevoló el aleteo del cuervo negro. Desde la viga más alta se dejó caer hasta la tabla del gallinero que ocupaba Napoleón. Lo peor, hermanos animales, es que sus huevos no tienen ni clara ni yema, son cáscaras redondas de pura mentira. Y eso no lo puedo permitir, porque las fábulas han hecho dueño de las mentiras al cuervo negro. El veneno de mis ojos y mi pico se va a quedar sin trabajo.

La tristeza silenció por un momento la habladuría espesa de la granja. Pero no tardó en oírse un temblor en el suelo sucio. Además de los animales domésticos, las granjas tienen habitantes salvajes como las ratas. Resultaba imposible que no saliera el chillido de las cloacas para mostrar su inquietud por la usurpación. ¿Qué decían? Napoleón entendió que las ratas estaban orgullosas de ser identificadas con los rateros, los carteristas, lo rácano, los roedores y lo sórdido. No iban a permitir de ningún modo que algunos personajes les arrebataran la identidad sucia de su alma.

Después de cada intervención, las ovejas y las cabras balaban para mostrar su acuerdo con las palabras airadas de la fauna. Ni siquiera su prevención ante las ratas les impidió decir beee, beee, beeee. Y es que compartían el miedo animal. Se iban a quedar sin papel en la historia. Si el líder fotografiado pretendía que sus electores balaran pacíficamente y en rebaño como ovejas, beee, beee, beee, o conseguía generar malestar para que algunos indignados balaran como cabras por las calles, beiii, beiiii, beiiiii, era evidente que ovejas y cabras iban a entrar en un tiempo de precariedad.

El cerdo Napoleón no se extrañó del silencio de las vacas, aunque fuesen las grandes causantes de cualquier polémica porque representaban la vida y la maternidad. Acostumbradas a todo, resistían el dolor de cualquier apretura. ¿Qué iban a decir ahora?

El cerdo Napoleón no se extrañó del silencio de las vacas, aunque fuesen las grandes causantes de cualquier polémica porque representaban la vida y la maternidad. Desde los orígenes del mundo, eran ordeñadas, exprimidas, hechas filetes. Acostumbradas a todo, resistían el dolor de cualquier apretura. ¿Qué iban a decir ahora? Orgulloso de ser el líder de la granja, Napoleón pensó en cómo sacar partido en beneficio propio a los miedos, las indignaciones y la resignación de los animales. Pidió que para terminar cantaran juntos el himno, Dios salve a los animales, Dios salve a todo lo que tenga alas o ande a cuatro patas. Participó en la ovación final, que siempre recibía como un reconocimiento de su autoridad, y se fue para la pocilga.

Por el camino le entró una duda que podría cambiar su destino. Tal vez era posible aprender a andar con dos patas. Tal vez lo que le convenía al cerdo Napoleón era convertirse en un ser humano. Para empezar estaba dispuesto a prestarles su corazón.

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