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Un remedio contra las mentiras: sentarse a hablar de verdad

Cuando entré en la Universidad y me acerqué de forma directa a la política, la dictadura franquista daba sus últimos pasos. El olor de las mentiras dominaba la vida oficial, Fraga Iribarne seguía prohibiendo actos, había que correr delante de la policía en algunas ocasiones, la televisión seguía inventándose el orgullo imperial de una nación más bien pobre e insignificante en el mundo, pero ya se había suavizado el terror sistemático que impusieron los generales golpistas en 1936. Mi militancia no supuso ningún acto heroico, aunque sí me hizo conocer bien a gente que había protagonizado la clandestinidad y había luchado por la libertad y las posibles mejoras de la vida de la gente en un inmediatamente tiempo anterior, cargado de detenciones, torturas, cárceles y penas de muerte. Aprendí a admirarlos.

Las crisis internas del Partido Comunista y su definitiva pérdida de lugar en la democracia fueron una experiencia triste. El partido que había organizado de manera admirable la lucha por la libertad en la dictadura iba a ocupar un lugar insignificante en la democracia debido a sus propios errores y a la nueva realidad de la sociedad española de los años 70. Pero esa experiencia triste fue también una lección decisiva en mi vida. En primer lugar, aprendí que los ideales políticos sirven de poco si se separan de la realidad histórica y cotidiana de la gente; en segundo lugar, me incliné de un modo natural a observar las distintas interpretaciones de esa realidad, a elegir la mía y a respetar la opción personal de cada amigo.

Algunos de esos amigos se unieron al PSOE en la crisis carrillista, otros se fueron con Ignacio Gallego a un partido comunista prosoviético y otros se quedaron en el PCE. Todos ellos habían sufrido cárcel y soportado palizas en los años duros sin delatar en comisaría a ningún camarada. Por eso me pareció siempre una estupidez pensar que sus decisiones diferentes, ya en época de libertad, pudieran deberse a la traición o a la compraventa. Nadie que se haya jugado la columna vertebral y su salario en 1970 por un compromiso político elige poco después su futuro democrático por miedo, frivolidad o traición. Aprendí así a respetar las distintas opciones personales. Lo mezquino no está en la elección propia, sino en los insultos, calumnias e incomprensiones que suelen desatarse alrededor. Es en esa mezquindad donde se oculta el dogmatismo y la hipocresía del que necesita convertir a un amigo en traidor para afirmar su propio poder y olvidarse de sus limitaciones.

Recojo aquí este sentimiento de persona mayor que va para viejo porque me gustaría ofrecerle a los jóvenes la herencia de diálogo que me dejaron mis mayores. Creo que se trata de algo imprescindible para compensar la otra herencia, el cúmulo de divisiones, rencillas y falta de diálogo que han hecho imposible durante años una alternativa ideológica y política al neoliberalismo.

El juramento de la sociedad

La realidad española está dominada por las mentiras y la impunidad. Resulta asombroso que permanezca en el Gobierno un partido corrupto, que se ha acostumbrado a vivir del dinero negro, que destroza ordenadores para huir de la policía y falsifica títulos universitarios con total desfachatez. Cuando aparecen ante el público afirman que en julio hace mucho frío en Sevilla y se quedan tan tranquilos. Pero resulta asombroso también que la élite económica haya logrado crear un partido como Ciudadanos, su propia rueda de recambio para que todo siga igual, sin que la izquierda sea capaz de proponer una alternativa real para hacerse con el Estado y cortar los abusos fiscales, penales y políticos que enriquecen a las minorías a costa de deteriorar el mundo del trabajo y de extender la desigualdad social.

Sería conveniente detectar no sólo las mentiras de la derecha, sino las mentiras propias. Y no es una mentira que existan distintas sensibilidades, maneras diferentes de presentarse a las elecciones y competir democráticamente; pero sí es mentira que no nos necesitemos entre nosotros y nosotras, que no debamos entendernos los que, desde la democracia social, queremos acabar con el espectáculo deprimente de esta España corrupta, condenada a convivir con la impunidad.

Duele España. Asumo que no es sólo un tema español, que Italia, Francia, Brasil, Estados Unidos y otros muchos países soportan muy malos tiempos para la democracia. Pero la preocupación por el mundo que van a vivir mis hijos me impide encerrarme en la melancolía de mis sueños perdidos. Necesito pensar que hay una alternativa democrática, y para eso es imprescindible que las distintas sensibilidades contrarias al neoliberalismo dejen de considerarse enemigas, se sienten a hablar de verdad y demuestren que es posible gobernar la realidad, no las nubes, desde la izquierda.

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