Las celebraciones navideñas son una complicación. Y no me refiero a las tareas domésticas en los almuerzos o las cenas familiares. Ni siquiera aludo a las relaciones difíciles con el cuñado de turno. Hablo de todas las sombras que convocan las iluminaciones de Navidad, el recuerdo de lo perdido, las cocinas o las sillas vacías, aunque estén ocupadas por otra gente. Sucede también en las almohadas. Me desperté esta mañana con el recuerdo de mi padre. Recitaba en voz alta un poema de Pemán titulado “Soledad”.

Una voz profunda, más profunda de la que usaba en la vida y aprovechaba con destreza para recitar poesía. Soledad sabe una copla que tiene su mismo nombre: Soledad. Tres renglones nada más, tres arroyos de agua amarga, que van, cantando, a la mar… Sí, la soledad es una compañía inevitable en las fiestas familiares, porque hay distancias de todo tipo, incluso distancias con uno mismo, muy difíciles de salvar. Otra ciudad, otro tiempo, otra vida. Pemán, hombre conservador y partidario de los valores tradicionales, llegaba a dudar del amparo familiar en los momentos más oscuros. Tres versos, ¿para qué más? Si con tres sílabas basta para decir el vacío del alma que está sin alma: soledad.

El alma que está sin alma… Hay distintas formas de soledad, pero la más difícil es la del alma que está sin alma, el vacío que deja sin sentido la vida propia. Las pérdidas apagan cualquier luz que quiera encenderse, los villancicos se cargan de pólvora melancólica y no es posible, ay, como deseaba mi madre cuando una discusión política saltaba en la mesa, tener la fiesta en paz.

La soledad es una compañía inevitable en las fiestas familiares, porque hay distancias de todo tipo, incluso distancias con uno mismo, muy difíciles de salvar

Mi padre no me leyó nunca el “Soliloquio del farero”. Luis Cernuda nunca se sintió cómodo con las fiestas familiares, ni con las visitas coléricas de Dios, ni con el negocio demoníaco de la guerra. En su dolor propio comprendía el dolor de otros corazones callados. Por eso convirtió la soledad en un modo de defender la honestidad personal y la independencia a la hora de encontrar un motivo para sentirse solidario. El farero vivía apartado de la aldea, en la orilla del mar, pero no por desprecio a los otros, sino para mantener en la noche una luz viva y evitar que los barcos naufragasen contra las rocas. El hombre y su deseo, la airada muchedumbre. ¿Qué son sino tú misma? Por ti, mi soledad, los busqué un día; en ti, mi soledad, los amo ahora.

Hablaba del oficio de poeta. La poesía me ha enseñado a distinguir entre la soledad y el desarraigo. Es verdad que las calles se encienden y se agitan de luces, suena el teléfono para preguntarte dónde vas a cenar o comer, las tiendas se llenan de canciones, las muchachas y los muchachos salen de sus fiestas con adornos en la cabeza, incluso te desean paz y prosperidad los que llevan semanas cometiendo un genocidio. Y yo me siento solo, y no canto, y busco regalos con poca ilusión, y tengo suerte cuando puedo sentarme a brindar con mis hijos, mis hermanos, mis sobrinos y mis ausencias. Suerte, sí, pero ya me resulta complicado pedirle algo al mes de diciembre. La felicidad navideña está cargada de memoria, o sea, cargada por el diablo. Resulta difícil no mirarse al espejo para ver la nada, no queda nadie, no queda nada.

Pero la nada es un concepto tan complicado como las fiestas navideñas y en sus sombras puede reconocerse la presencia de la luz. Aunque uno no se sienta iluminado, un iluminado, se mantiene el deseo de comportarse como un farero, vivir entre rocas para formar parte de una navegación, evitar que la soledad se convierta en desarraigo, esperar que suene el timbre en la puerta de la casa para seguir pronunciando la palabra nosotros. Aunque estén llenas de ausencias, pronuncio al abrir la puerta la palabra  y, al cerrarla, la palabra nosotros.

En ti, mi soledad, los amo ahora. En fin, que conviene buscar motivos para seguir pronunciando con alegría y recuerdos la palabra nosotros. Brindo por todos ustedes.

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