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Qué ven mis ojos

Todo está exactamente igual, sólo que mucho peor

“El ambicioso siempre recibe menos de lo que le das”.

La vida siempre es nueva, para quien quiere y sabe estrenarla cada mañana, y no hace falta cambiar de año para que eso suceda, lo que hace falta es cambiar de mentalidad. A menudo le echamos a la suerte la culpa de lo que nos pasa o pasa de largo por nosotros; nos hemos inventado la superstición del destino para justificar nuestros errores, atenuar nuestra cobardía en el momento de tomar alguna decisión o correr algún riesgo y, en el territorio de la política, muchos utilizan la ideología como sustituto de ellos mismos: que icen una bandera y marcharé tras ella; que me digan lo que tengo que pensar y lo firmo, parecen decir algunas personas; o en los peores casos: hagan lo que hagan los míos, estaré de su parte; la fe no se teoriza, se practica. En el Congreso, el Senado o las distintas sedes parlamentarias autonómicas, la delegación en otros de tus propias responsabilidades se llama “disciplina de voto”; fuera, se llama “militancia”, que al fin y al cabo es una palabra de origen castrense y, por lo tanto, invoca la obediencia, no la libertad de acción y pensamiento.

Tal vez por todo eso hay tantas cosas que parecen ser invisibles mientras están ante nuestros ojos, quién sabe si porque no nos las deja ver ese derivado de la bruma y las tinieblas que son los discursos, por lo general hechos para confundirnos, no para poner las cosas en claro. Y eso se ve hasta cuando de lo que estamos hablando es de números, que supuestamente simbolizan lo exacto. En Cataluña, por poner el ejemplo más al rojo vivo de la actualidad, se han celebrado unas elecciones, los partidarios de la independencia, Junts per Catalunya, Esquerra Republicana y la CUP, suman 2.062.352 votos y los llamados constitucionalistas, Ciudadanos, PSOE, PP, Catalunya en Comú, PACMA, Recortes Cero y PUM+J, 2.262.078. Sin embargo, los primeros, con 199.726 papeletas menos en sus manos, siguen afirmando que representan a la mayoría, algo que en lo que sólo les da la razón la burocracia incomprensible del sistema electoral, la misma de la que llevan quejándose desde siempre, y con razón, formaciones como la extinta Izquierda Unida. Ah, no, perdón, me dicen que esa coalición aún existe, sólo que dentro de Podemos. Mis disculpas. “Es tan corto el amor, y tan largo el olvido”, decía Pablo Neruda. “Pasó por este mundo como una paloma fugitiva: la olvidé sin quererlo, lentamente...”, añade su colega Nicanor Parra. Los poetas tienen muchas de las preguntas y todas las repuestas.

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Uno oye y lee las cosas que dice el president destituido, Carles Puigdemont, desde Bruselas, la capital de una Europa en la que no cree, porque lo suyo es añadir fronteras, como si ya no hubiese suficientes aduanas, muros, alambres de espino y visados denegados en este mundo insolidario, y se queda a cuadros. Que insista en que el independentismo ha ganado y en que eso avala la creación de la república con la que sueña con todo el derecho del mundo, quién podría negarle eso, es una prueba de cómo media verdad ya es toda la mentira: han ganado, pero también saben y se lo callan que hay mayorías suficientes, mayorías absolutas y mayorías absolutas que no son suficientes para depende qué cosas, entre ellas para declarar la independencia. O sea, igual que en cualquier comunidad de vecinos: si es para cambiar el color de la puerta del garaje, basta con la firma de unos cuantos propietarios; pero si de lo que se trata es de segregar una parte de la finca, se necesita la unanimidad. El problema del nacionalismo y, en su extremo a la vez derecho e izquierdo, del independentismo, es justo ese: que no creen que lo que consideran suyo sea de todos. No comparto esa idea: para mí, Cataluña es también de los andaluces o los gallegos, Extremadura de los vascos o los madrileños y las Baleares, Ceuta, Melilla y las Canarias, de los peninsulares… Etcétera.

Es cierto que el ambicioso siempre recibe menos de lo que le das, porque no se va a conformar con menos que con todo. Pero es verdad también que no todos los caminos sirven, porque todos los que consisten en pasar por encima de los demás, son de dirección prohibida en un Estado de derecho. Si en su Eldorado particular la democracia consiste en vetar a los medios de comunicación que no le bailen el agua, como hace Puigdemont en sus comparecencias públicas, y en que el poder ejecutivo le dé órdenes al judicial, mala cosa: más bien parece que aspira a consolidar un régimen totalitario. Cuando exige garantías para regresar de allí donde ha huido escapando de la Justicia, ¿qué quiere decir? ¿Qué el Gobierno le mande a los jueces romper su expediente y archivar su causa? ¿Lo que reclama es la impunidad de un soberano absolutista? O a lo mejor es que cuando habla de dictaduras no expresa una queja, sino un anhelo.

En resumen, que, en ese asunto, todo está exactamente igual, sólo que mucho peor. Ya me entienden.

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