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Añoranzas podrá haber muchas, pero memoria democrática solo debería haber una

Recuerdo que hace ya bastante tiempo llamó mi atención el título de un artículo publicado en un diario de difusión nacional: El futuro ha muerto: ¡a por el pasado!. Supongo que en gran medida contribuyó a que dicho título quedara grabado en mi memoria el hecho de que, pocos días después, el gran Rafael Sánchez Ferlosio volviera a la carga sobre el asunto que allí se había abordado enriqueciéndolo, como en él era propio, con unas certeras consideraciones al respecto. El autor de El Jarama añadía a la tesis del artículo en cuestión algunos matices ciertamente fundamentales, como el de que un (en principio) deseable acuerdo en relación con el pasado común no debería utilizar como argamasa esa impostura llamada identidad nacional, tan cara especialmente a ciertos sectores de derechas. O el matiz, que recogía de Unamuno, de que el patriotismo, incluso el que se utiliza con efectos retroactivos, mantiene una profunda afinidad con la religión. No estaría mal que tuvieran presente dicho matiz algunos de los que en los últimos tiempos, presuntamente desde la izquierda, creen haber descubierto en el concepto de patria y de patriota la nueva piedra político-filosofal.

Regresan todos estos asuntos últimamente al debate público, en ocasiones por razones estrictamente político-legislativas (por ejemplo, el reciente debate de la Ley de Memoria Democrática en el Senado) y en muchas otras por razones de orden difusamente cultural, relacionadas con las transformaciones que se han ido produciendo en nuestro imaginario colectivo, encontrándose ambas dimensiones íntimamente conectadas, como se intentará mostrar a continuación.

Así, la genérica afirmación según la cual la nostalgia no es lo que era va camino del medio siglo que lo dejó dicho Simone Signoret en el título de sus memorias, cosa que, ¿paradójicamente?, desactiva la presunta originalidad de quienes creen haber hecho un gran hallazgo político-categorial con la etiqueta de neorrancio. En realidad, que el pasado puede convertirse en un espejismo consolador en el que lamerse las heridas que provoca un presente hostil o decepcionante es cosa más que sabida.

Como sabido es que, también en muchas ocasiones, categorías presuntamente de futuro como ilusión o esperanza funcionan a modo de puertas de salida por las que escapar de un presente con rasgos asimismo desagradables. Ambas son, por así decirlo, categorías-trampa. O, tal vez con mayor precisión, categorías de las que cabe un uso tramposo. Porque, como resulta obvio, tiene perfecto sentido que una persona o un grupo cuyo mejor momento quedó atrás pueda añorarlo cuando se pone a valorar su presente. De igual modo que es precisamente el hambre de futuro la que a lo largo de la historia mejor explica alguno de los más significativos saltos hacia adelante dados por personas o grupos.

En realidad, lo peor de ambas categorías tal vez sea lo que menos se acostumbra a destacar a la hora de criticarlas, enredados como suelen dejarnos en elaborar un balance sin fin de lo bueno y de lo malo que hubo o que nos podría aguardar, como si la verdad o la mentira de aquellas dependiera de una ajustada contabilidad de los elementos de diferente signo que se dieron o que podrían darse. Lo peor es esa imagen, que las dos categorías tienden a deslizar, en la que los protagonistas del pasado o del futuro aparecen como sujetos por completo pasivos, como si beneficios o perjuicios apenas nada tuvieran que ver con su propio obrar. Prueba de ello es el lenguaje que utilizamos con mayor frecuencia: del clásico "cualquier tiempo pasado fue mejor" al habitual "lo que el futuro nos deparará".

Tiene perfecto sentido que una persona o un grupo cuyo mejor momento quedó atrás pueda añorarlo cuando se pone a valorar su presente

Entiéndaseme bien: en el fondo resulta de todo punto lógico que hablemos (y pensemos) así; de lo contrario, vendríamos obligados a vivir esa nostalgia como culpa o esa esperanza como responsabilidad, y eso nos interpelaría en exceso. De ahí la trampa que a menudo propician dichas categorías. Que en el caso de las proyecciones de futuro es una trampa perfectamente identificable (algunos ofrecen ilusiones y esperanzas con el único propósito de recabar el apoyo de quienes necesitan verlas cumplidas, no porque estén convencidos de que un cierto futuro tendrá lugar), pero que tal vez no lo sea tanto en el caso de determinadas presuntas añoranzas del pasado, algunas de ellas bien a la orden del día. Añoranzas que, en realidad, no son tales sino nostalgias inducidas, de las que, por definición, el que las expresa se supone que no es en absoluto responsable sino mero notario. Además, al declarar añorables determinadas situaciones o circunstancias, se está deslizando, de manera no siempre explicita, una específica valoración de las mismas con dimensiones inequívocamente positivas.

No nos llamemos a engaño al respecto. Nos encontramos ante una trampa demasiado golosa y eficaz como para que nadie se pueda considerar a salvo de incurrir en ella. A fin de cuentas, la gran ventaja del pasado frente a cualquier proyecto de futuro es que resulta verosímil: si ya pudo ocurrir una vez, difícilmente se podrá declarar increíble que pudiera volver a tener lugar. De ahí que tenga sentido hablar de añoranzas a la carta, pues así, como una específica seña de identidad del que añora, parecen funcionar las diversas referencias a lo pretérito con las que nos tropezamos constantemente.

Hasta el punto de que ha llegado un momento en el que, desvanecidas casi por completo las grandes propuestas de transformación de lo real, antaño hegemónicas en el debate público, lo que mejor define el perfil ideológico de una persona o grupo es, entre nosotros, el tono en el que evoca momentos como el representado por la II República, el franquismo o la Transición, por mencionar los más habituales. De ahí que se puede afirmar, con escaso temor a equivocarse, que lo que en el fondo diferencia a unos de otros en nuestros días no es tanto el que estén a favor o en contra de la nostalgia como el concreto pasado que cada uno de ellos añora.

Pues bien, a mi juicio se equivocarían severamente quienes, desde cualquier ángulo ideológico, consideraran que el combate político se debe librar en semejante campo de batalla. Porque eso es exactamente lo contrario de lo que necesitamos. Urge acordar qué elementos del pasado, más allá de las particulares peripecias particulares de personas o grupos, son los que decidimos que nos constituyen (los que nos disuelven, por desgracia, los conocemos sobradamente: ¿a quién y para qué puede interesar seguir convocándolos?). El anhelo democrático representa, sin el menor género de dudas, uno de los elementos clave sobre los que emprender la tarea de reconstruir un pasado susceptible de ser evocado, incluso con orgullo, por todos. Pero no por autocomplacencia, sino como punto de partida susceptible de ser universalmente compartido. Se trata, si prefieren decirlo así, y reformulando el título del artículo al que hacíamos referencia al principio, de encontrar en el pasado el mejor germen de futuro.

Negarse a emprender dicha tarea, o ponerle palos en la rueda con mil pretextos, si a algo se podría parecer sería al peligroso ejercicio de envenenar las aguas de la convivencia. Especialmente si todavía seguimos pensando que el proyecto de vivir juntos en libertad y de acordar un modelo de vida buena para todos es precisamente el mejor cemento social que cabe concebir. 

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg).

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