Apropiaciones políticas indebidas

Los paralelismos, también en política, los carga el diablo. Hay una derecha en nuestro país a la que le gusta, muy en la tradición de un cierto liberalismo europeo (recuérdese la dedicatoria de Popper en su Miseria del historicismo a “los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones o razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico”), equiparar a los totalitarios “de uno u otro signo”. En momentos como los actuales, eso le acostumbra a servir para descalificar a Unidas Podemos y, en general, a los que se reclaman herederos del PCE. El problema es que para que su planteamiento resulte convincente, necesita no solo endosar a los comunistas de este país todos los crímenes y atrocidades cometidos en los países en su momento llamados del socialismo real sino, más importante aún, soslayar el papel fundamental que tantos militantes de aquel partido jugaron en el advenimiento de nuestra democracia.

No es esa derecha la única que ha jugado a los paralelismos. Hubo una izquierda emergente hace una década que también se aplicaba a las equiparaciones, en su caso entre los dos grandes partidos de ámbito nacional, pertenecientes ambos según ella al universo único de la casta. La equiparación se mantuvo, como es sabido, hasta que una de las dos formaciones denostadas, la de izquierda, proporcionó a los líderes emergentes la oportunidad de entrar en el gobierno, momento en el que, de improviso y por completo, se desvaneció el antiguo reproche. De idéntica forma, hubo un presunto centro emergente que, por las mismas fechas, se aplicaba con denuedo a proclamar que representaba la única alternativa frente al cainita e inacabable conflicto entre rojos y azules, por formularlo con su cansina cantinela habitual. Al igual que con los anteriores emergentes, también en este caso el paralelismo era de mentirijillas, a la vista de que, al final, según quedó sobradamente acreditado, estos centristas siempre acababan decantándose por los segundos, incluso cuando el azul era de un mahón intenso.

Pero que los paralelismos que algunos denuncian puedan resultar injustificados —o inconsistentes sin más— no implica que no puedan existir de otro tipo, diferente a los denunciados y, por ello, no necesariamente criticables o no necesariamente criticables en los mismos términos. Así, en concreto, lo insostenible de los paralelismos denunciados por las fuerzas políticas emergentes en el momento de irrumpir en el escenario político no excluye, en concreto, que entre ellas dos hubiera rasgos compartidos, en gran medida derivados de la voluntad, de la que participaban ambas, de convertirse en el relevo generacional de unos representantes públicos a su juicio políticamente avejentados. De la misma manera que el hecho de que no puedan ser equiparadas una fuerza política heredera ideológicamente de quienes combatieron una dictadura (Unidas Podemos) y otra heredera de quienes la apoyaron (VOX), no excluye que podamos encontrar, a su pesar, algún elemento común digno de ser analizado.

Retengamos este a su pesar para evitar malentendidos. Porque lo compartido en este caso no es algo relacionado con los programas o propuestas presentadas por dichas formaciones, tan antagónicas en prácticamente todo, sino con las circunstancias en las que surgieron y que en gran medida explican el respaldo social alcanzado por las dos, hasta el punto de que sin la referencia a tales circunstancias ni su misma existencia se entiende. En el caso de Podemos, la cosa está clara: el marco objetivo al que dicha fuerza siempre se ha remitido ha sido el de la indignación, tan espontánea como amplia, del 15-M. Por su parte, Vox gusta de presentarse como la respuesta al profundo malestar colectivo de determinadas capas y sectores de nuestra sociedad, perplejos y preocupados por el futuro de incertidumbre al que se sienten abocados como consecuencia de las aceleradas transformaciones que están teniendo lugar en muy diversos ámbitos (social, cultural, político, de costumbres…).

Ahora bien, no creo que sea un matiz irrelevante distinguir, por un lado, el hecho de que ambas fuerzas aprovecharan la ventana de oportunidad que unas determinadas circunstancias les ofrecieron y, por otro, el vínculo con tales circunstancias del que dichas fuerzas alardean, en un caso como protagonistas, en el otro como los únicos capaces de ofrecer una respuesta a la altura de las demandas ciudadanas. Pero a este respecto los hechos son tozudos. Los indignados presumían precisamente de no tener líderes, y en ninguna hemeroteca el investigador más minucioso podría encontrar nada parecido a una entrevista con algún presunto responsable de aquella movilización. Quienes ahora pretenden aparecer, con notable desvergüenza política, como los genuinos protagonistas (o, por lo menos, inspiradores) de todo aquello están llevando a cabo una apropiación indebida en toda regla. O, si se prefiere, un ejercicio de oportunismo político de primera magnitud.

Parecida apropiación indebida, solo que desde diferente ángulo, encontramos en quienes en estos días pretenden capitalizar las demandas de seguridad de todo orden, consecuencias de un malestar creciente y profundo que parece extenderse como una mancha de aceite no solo, por cierto, en nuestra sociedad sino también en otras muchas de nuestro entorno que atraviesan por circunstancias parecidas (crisis económica, recepción de contingentes masivos de inmigrantes…). Como si ellos nada tuvieran que ver con ese estado de cosas y hubieran nacido para la política, virginales, en el momento en que todos esos problemas empezaron a perturbar seriamente a amplios sectores de la ciudadanía, cosa que la más superficial mirada sobre sus biografías políticas desmiente de manera rotunda. Ahora bien, incluso aunque la denuncia de esta doble apropiación indebida fuera cierta, tendría un recorrido limitado, como limitada, por más determinante que pueda llegar a resultar, es la influencia política de ambas formaciones.

Se ha vuelto habitual atribuir a los votantes de extrema derecha las características de los líderes de los partidos a los que prestan su apoyo, y dar por descontado que, de forma consciente o no, son ellos también unos autoritarios dudosamente democráticos

Reparemos en lo que más debería importarnos. Sin duda lo más grave de quedarse en esta mera denuncia sería lo que estaría dejando fuera del análisis. Porque lo peor de atribuir a determinados políticos la condición de representantes genuinos de sus votantes es el peligro simultáneo de atribuir a estos últimos las características de aquéllos, cosa que con demasiada frecuencia tiende a suceder. En este punto, todo hay que decirlo, el paralelismo deja de funcionar. Porque, en efecto, a nadie en su sano juicio se le ocurre atribuir a quienes votan a una determinada izquierda el oportunismo, la inconsecuencia o incluso la frivolidad de algunos de sus líderes y lideresas más destacados. En cambio, se ha tornado en habitual atribuir a los votantes de extrema derecha las características de los líderes de los partidos a los que prestan su apoyo, y dar por descontado que, de forma consciente o no, son ellos también unos autoritarios dudosamente democráticos de tomo y lomo. Pero eso, de acuerdo a lo planteado hasta aquí, equivale a caer en la trampa de desautorizar unas reacciones colectivas en nombre del aprovechamiento interesado y oportunista que algunos representantes políticos han hecho de ellas (trampa en la que, por cierto, cayó Hillary Clinton, cuando llamó en campaña a los seguidores de Donald Trump "la coalición de los deplorables", con el resultado de todos conocido).

Se puede debatir acerca de las relaciones que deben mantener las fuerzas políticas democráticas con la extrema derecha, pero convendría que, fuera cual fuera la opción que se tomara, no se obviaran las causas que están en el origen de su surgimiento. Porque lo que, en todo caso, además de dudosamente democrático, resultaría peligroso para la estabilidad del propio sistema, sería que un número importante de ciudadanos, los votantes de la opción señalada, tuvieran la sensación de que no se ven representados en las instituciones a pesar de haber cumplido con todos los requisitos exigidos. O, incluso peor, que llegaran al convencimiento de que las fuerzas políticas que tanto se empeñan en tender cordones sanitarios alrededor del partido al que ellos han votado no solo no tienen respuesta para todo aquello que les preocupa severamente, sino que, para más inri, han decidido que tales preocupaciones son ya, en sí mismas, fascistas o filofascistas.

Se comprenderá que a tales ciudadanos se les haga muy difícil entender que se puedan tipificar de semejante forma cosas como su deseo de estabilidad, de cierta seguridad o de protección, anhelos que, no sin habilidad, han sido recogidos en su provecho (y metidos en el mismo saco con otros, de carácter inequívocamente racista o sexista, que merecerían una rotunda condena) por las fuerzas políticas de extrema derecha, en demasiadas ocasiones ante la pasividad de quienes alardean de ser, ellos sí, demócratas pata negra. Por cierto: sin más argumento que justifique su desdén que el de que, en su opinión, atender a aquellas reclamaciones equivale a comprarle el marco mental a la extrema derecha. Antaño a unos, como decía el clásico, les perdía la estética, a otros hoy les pierde su elitismo intelectualista.

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Manuel Cruz es catedrático de filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro Democracia: la última utopía (Espasa).

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