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Colombia y Venezuela, ante la Corte Penal

La reciente decisión del Fiscal de la Corte Penal Internacional de cerrar el examen preliminar sobre Colombia y abrir simultáneamente una investigación en Venezuela ha sorprendido a pocos. El examen de Colombia, que llevaba 17 años sometida a observación, era insostenible para la Fiscalía, y la falta de respuesta a las violaciones de los derechos humanos por parte de Venezuela la hacían acreedora de la medida adoptada.

Se trata de decisiones siempre difíciles y controvertidas, que deben tomar en cuenta primordialmente la legislación aplicable, pero también las circunstancias políticas en los estados afectados y los circundantes, y criterios de oportunidad a los que se une en este caso que el Fiscal Karim Khan acaba de ser elegido, inicia una etapa nueva y le toca confirmar o rectificar decisiones de sus predecesores.

La Corte Penal Internacional ha perdido buena parte de su credibilidad por decisiones precedentes que parecen haberse fundado más en consideraciones políticas que legales. El distinto tratamiento de unos territorios y otros, así como la aplicación de criterios diferentes para los crímenes de actores estatales frente a los no estatales, no parecen argumentos aceptables. Varios estados de África han expresado reiteradamente su malestar por lo que percibían como un doble rasero de la Corte, que hasta ahora apenas ha tramitado casos fuera de ese continente. Es discutible si las situaciones de Colombia y Venezuela merecían un trato diferente, pero debemos confiar en que, en el interés de las víctimas, Khan haya acertado esta vez.

Los exámenes preliminares de la Fiscalía, concebidos como una averiguación sumaria que debe establecer si se dan o no las condiciones para abrir formalmente una investigación desde La Haya, no deben extenderse en el tiempo. La realidad de los crímenes y su gravedad, la competencia de la Corte, la capacidad y voluntad de los estados para perseguirlos, y el interés de la justicia, pueden evaluarse en pocos meses. Cuando se extienden durante años, se convierten en una suerte de sospecha permanente a que la Corte somete a un estado miembro que no tiene justificación, aunque algunas veces haya permitido al estado afectado maniobrar políticamente sin el apremio de ser investigado.

Este parece ser el caso de Colombia, para quien el largo examen preliminar ha servido como periodo de gracia que el país ha aprovechado para desmovilizar y judicializar a los paramilitares, negociar y firmar un acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC y poner en marcha un sistema integral de justicia transicional, con una Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ante la que deben comparecer los principales responsables de los crímenes, tanto de la fuerza pública como de la guerrilla, para que les sea impartida justicia restaurativa si reconocen su culpa y colaboran reparando a las víctimas, o retributiva en caso contrario. En el primer supuesto, reciben penas no privativas de libertad; en el segundo, hasta veinte años de prisión.

En una declaración inédita, la Fiscalía ha expresado su aceptación del modelo mixto de justicia transicional retributiva-restaurativa de Colombia, reconociendo que cumple con las exigencias del Estatuto de Roma, y convirtiéndolo en un referente que puede ser replicado por otros países en análoga situación. Al mismo tiempo, dando por terminado el examen preliminar sobre Colombia, la Fiscalía reconoce sin duda ese esfuerzo sostenido de los colombianos.

La decisión casi simultánea de la Fiscalía de abrir una investigación sobre Venezuela tiene la lectura exactamente opuesta: su gobierno no ha hecho la tarea. Ha negociado poco y solo recientemente con la oposición, y en la república bolivariana el sistema de seguridad y justicia parece ser más bien parte del problema que de la solución.

La Fiscalía de la Corte abrió el examen preliminar de Venezuela porque varios estados parte denunciaron el uso excesivo de la fuerza empleado por las autoridades venezolanas a partir de 2014 para reprimir las manifestaciones contra el gobierno, seguido de la detención y el procesamiento, a veces ante la jurisdicción militar, de miles de manifestantes y líderes de la oposición, a buena parte de los cuales se habría sometido después a tortura, privación ilegítima de libertad y otros abusos, incluidos los sexuales, habiendo tenido que abandonar su país más de un millón y medio de venezolanos como consecuencia de la emergencia humanitaria originada, en un país potencialmente rico, por la inseguridad y la corrupción generalizadas.

Las violaciones de los derechos humanos en Colombia son infinitamente más graves, y su solución mucho más difícil que las de Venezuela. Estamos hablando de un conflicto armado de más de medio siglo, que en algunas regiones sigue muy activo pues no todos los grupos armados han aceptado los acuerdos de paz, con más de seis millones de víctimas desplazadas que lo han perdido todo y malviven acosadas por la violencia en los suburbios de las grandes capitales, y patrones sistemáticos de secuestros, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, torturas, agresiones sexuales y reclutamiento de niños; todo ello, con el sempiterno telón de fondo del narcotráfico. Desde la firma de la paz en 2016, han sido asesinados más de mil defensores de derechos humanos y activistas sociales, y trescientos exguerrilleros que ya se habían desmovilizado.

Es obvio que las autoridades han hecho muy poco en Venezuela para detener y castigar los abusos. En Colombia se ha hecho mucho, pero la tarea por delante es inmensa, y las resistencias desde el aparato del estado, también. La Jurisdicción Especial para la Paz es una realidad incipiente, pero se encuentra acosada política y financieramente, aún está en tramitación un proyecto de ley del partido del gobierno para desmantelarla, todavía no ha celebrado un solo juicio ni dictado una sola sentencia, y nadie sabe cuándo ni ante quién comparecerán a rendir cuentas de sus acciones los “terceros”: políticos, terratenientes y empresarios que auspiciaron y financiaron “desde atrás” la guerra sucia del paramilitarismo, a quienes la jurisdicción ordinaria no ha inculpado en todos estos años, y a quienes tampoco podrá exigir responsabilidades la JEP puesto que no están sometidos a su jurisdicción.

Cabe preguntarse si no hubiera sido más razonable que la Fiscalía internacional hubiera ofrecido a Colombia la misma salida que ha dispensado a Venezuela: abrir una investigación conjunta y trabajar, codo con codo, los fiscales internacionales y los nacionales. Es lo que llamamos complementariedad positiva.

La presencia de la Fiscalía internacional, formando equipo con las autoridades nacionales, ayudándolas a investigar, supliendo sus eventuales carencias de medios, experiencia y capacidad y, sobre todo, ayudándolas a remover los obstáculos políticos que se oponen habitualmente al avance de procesos de esta naturaleza, se ha demostrado muy eficaz en escenarios similares, como Guatemala. Esa ayuda se ha ofrecido a los venezolanos, que presumiblemente no la recibirán con agrado, y paradójicamente, no se ha brindado a los colombianos, que tanto la necesitan. Hubiera sido también una oportunidad de demostrar su capacidad para la Fiscalía internacional, cuestionada por su falta de resultados.

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El gobierno de Duque se ha comprometido a respaldar el esfuerzo de la justicia colombiana, y Khan ha asegurado que abrirá su propia investigación si no cumple. Esperemos que no resulte necesario. En cuanto a Maduro, ya sabe qué tiene que hacer si quiere quitarse de encima la presión internacional: terminar con las violaciones de los derechos humanos y la corrupción, investigarlas y perseguirlas eficazmente, y negociar con la oposición una apertura democrática genuina, que puede incluir un mecanismo de justicia transicional a la colombiana. No parece que, a estas alturas, la resistencia numantina sea para él una opción recomendable.

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Carlos Castresana Fernández es Fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.

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