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Desenredarse

Estas Navidades las he felicitado poco porque todos los deseos predictivos me han parecido de repente entrometidos y ambiciosos. El día 22 eliminé las redes sociales del móvil para asegurarme de que me tocaba alguna lotería. Lo hice como una pausa, pero en estos días entrevisté a un psicólogo que asegura que pasamos el 52% del tiempo pensando en algo distinto a lo que estamos haciendo. Todavía no las he vuelto a instalar.

Los primeros días sentía esa urgencia aprendida de compartir: aquel párrafo tan lúcido del libro nuevo, la luz preciosa que entró esa mañana. Aplaqué ese impulso con la certeza del registro: no todo necesita ser publicado para que exista. He seguido anotando, he seguido tomando fotos. No he logrado separarme tanto del móvil, que tiene la cámara y el bloc de notas incorporado, pero sí salvarme bastante del ruido. Y en estas fechas puede aturdir.

Volveré, por ejemplo para invitarles a leer esta columna. Pero la magia de usar Twitter solo en el ordenador es que entras y publicas, entras y consultas, y te vas pronto, porque ya no sabemos quedarnos mucho tiempo en la misma página. En el móvil se puede bajar y bajar hasta el infinito, es realmente algo muy cómodo, oficialmente adictivo, supongo. No creo que esté mal per se, pero cuando uno siente que está haciendo algo que no quiere del todo, quizás es el momento de tratar de romper algunas inercias y ver qué pasa.

Lo ideal sería tener esos iconos en la pantalla del móvil y usarlos un par de veces al día, de manera consciente, no desde el retrete, ni para llenar tedios o esperas

Ahora siento curiosidad por este experimento, así que quizás lo habite un tiempo más. Todavía me tengo que obligar: lo ideal sería tener esos iconos en la pantalla del móvil y usarlos un par de veces al día, de manera consciente, no desde el retrete, ni para llenar tedios o esperas. Pero ya tenemos el cerebro entrenado para que el dedo se nos vaya al icono al coger el móvil, sin ninguna intención concreta, y eso sí asusta.

Un punto de vista inesperado de esta pequeña liberación navideña es la ansiedad que me ha dado ver a mi madre, a sus 63 años, con el móvil en la mesa pendiente de contestar a esos deseos predictivos, entrometidos y ambiciosos, que se mandan en cadena con total impunidad. Creo que de la suya para abajo no queda ninguna generación libre de esta condena, aunque lo digan y quizás lo crean. Sí quedan personas libres en todos los rangos etarios, convivo con algunas de ellas, las envidio absolutamente. 

No estar en redes es un lujo que muchos no podemos permitirnos. Es el mercado adonde vamos a vender lo que hacemos. A veces se lo pasa una realmente bien, descubre cosas, hay buenos encuentros, salen encargos. Muchos ratos el algoritmo no te da nada que te interese o te aporte, y ahí sigues. Desplazándote hacia abajo por si acaso. Yo a veces me digo: tres más y, si no hay nada, adiós. Me lo digo, quiero decir, varias veces. Quizás la clave es saber cerrar, como en los mercados de siempre. Saber cerrar y no quedarse dentro. 

Yo era universitaria cuando nació Facebook y le presenté Twitter a los compañeros de la primera sección en la que trabajé. He sido una usuaria prolífica de las dos y de Instagram. No reniego, pero busco una manera mejor de seguir en ellas. Sin que sean otro pozo que nos absorbe voluntad y tiempo. Eso sí: le pido al universo que vayan a la quiebra todas, TikTok y lo que se inventen después, antes de que mi hijo sea adolescente. De esa nosotros sí nos libramos.

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