Hasta los empollones estamos rendidos

Sara ha estado un mes trabajando en Nueva York y ha vuelto asustada porque un compañero acabó en el hospital después del evento. Rebeca me envió un audio para decirme que aguanta máximo tres años más en el hospital y después monta un centro de yoga como en el que se refugia menos de lo que le gustaría. Marta me ha pedido que escriba una columna sobre por qué llaman quiet quitting, dimisión silenciosa, a hacer exactamente el trabajo por el que te pagan. Sara, Rebeca y Marta son algunas de las tantas personas que, a principios de octubre, ya me han dicho “no me da la vida”.

Sara, Rebeca y Marta no se llaman así, pero tienen otros nombres indistinguibles con aes de niña de los noventa. Yo me llamo Cristina y ellas son mis amigas. A todas nos ha ido oficial y estadísticamente muy bien para ser hijas y nietas de trabajadores del campo. Cumplimos el deseo de nuestras abuelas, “colocarnos” en una oficina, y ahora desgastamos WhatsApp fantaseando con cómo librarnos de ella. Las cuatro estudiamos hasta el absurdo y a las cuatro nos gusta mucho lo que hacemos. Las cuatro estamos hartas. Cómo de insoportable será este sistema que logra rendir incluso a las niñas que arrancábamos la hoja del cuaderno una y otra vez si la caligrafía no nos salía perfecta.

Vivimos en un sistema de terror y está tan normalizado que ni siquiera se lo parece a alguna gente. Vivir no tiene por qué parecerse a esto que, claramente, no está funcionando. La vida no hay que ganársela, hay que poderla vivir y no nos están dejando

En mi pueblo se dice “estoy rendido” en lugar de “estoy cansado”, y siempre me ha parecido muy gráfico. Un estadio más allá del cansancio. Un hasta aquí, adiós. La despedida nos dura poco, aunque demos el paso, porque muy pronto llega la urgencia del comer y hay que volver a inscribirse en una oficina y clavarse ocho horas o más frente a una pantalla en una escena colectiva que tiene que resultar muy ridícula vista desde otro planeta. Yo acabo de soltar amarras, de atreverme por fin a ser una persona que escribe por su cuenta y puede comer con su hijo, y ya tengo a mi abuela preocupada: “Ay, hija, a ver si te colocas rápido otra vez”.

No le digo que mi deseo es no volver a tenerme que colocar para no darle un disgusto. “Colocarse” es también una palabra muy gráfica. Colocarse sobre la silla, en tu mesa, frente a la pantalla: ocupar tu lugar entre el mobiliario de oficina. Calentar bien la silla y abandonarla el menor tiempo posible, no te vaya a pasar lo de aquel que fue a Sevilla. Vivimos en un sistema de terror y está tan normalizado que ni siquiera se lo parece a alguna gente. Vivir no tiene por qué parecerse a esto que, claramente, no está funcionando. La vida no hay que ganársela, hay que poderla vivir y no nos están dejando.

Hasta las empollonas lo sabíamos. Mi madre tenía la ilusión de que yo aprendiera a tocar el piano que ella no pudo y yo decliné la oferta porque con un colegio tenía suficiente. Estudiaba mucho pero mi sándwich de jamón York con queso derretido viendo La familia crece en La 2 después de clase era sagrado. Estudiábamos mucho para algún día poder vivir más tranquilas y pasó todo lo contrario. Este sistema siempre pide más y ahora cada vez más por menos. Estas no son las matemáticas que aprendimos. No se extrañen si arrancamos la hoja hasta que nos salgan las cuentas.

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