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Enrique de Castro, profeta de la libertad, no funcionario de Dios

El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia, me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Este texto, del profeta Isaías, que Jesús hizo suyo al comienzo de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret, fue el programa de Enrique de Castro, el “cura rojo” de la Parroquia de San Carlos Borromeo de Entrevías, que tuvo como referente de opción por las personas y los colectivos empobrecidos al padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo y que fue su más fiel continuador. Un programa que, veinticinco siglos después de su proclamación, suena a revolucionario y que Enrique de Castro hizo realidad durante cuatro lustros de manera ininterrumpida en la mejor tradición ética de las religiones y en el espíritu utópico-profético del cristianismo. Creo que leerlo de nuevo y aplicárselo a Enrique es la mejor despedida a mi entrañable amigo, que nos ha dejado en Madrid recién cumplidos los 80 años   

Por llevar a la práctica ese programa en toda su radicalidad, el arzobispado de Madrid comunicó en 2007 a los tres sacerdotes —Enrique de Castro, Javier Baeza y Pepe Díaz— el cierre de la parroquia y la entrega del templo a Caritas. La decisión se tomó sin diálogo previo, sin pedir el parecer a la comunidad que se reunía en la parroquia, sin consultar a los parroquianos, que son madres contra la droga, niños de la calle, personas sin hogar, drogadictos rehabilitados o en proceso de rehabilitación, traperos, musulmanes, etc. Todos ellos tienen en la parroquia su lugar social, su casa.

La jerarquía eclesiástica no quería que el culto se mezclara con la acción social, no permitía que las personas y colectivos marginados tengan su casa en un “lugar sagrado”, no toleraba que la gente empobrecida del barrio se sentara en torno a la mesa de la eucaristía para compartir el pan de la fraternidad-sororidad. Quería una liturgia desvinculada del compromiso por la justicia, un culto sin marginados, una fe que no se manche las manos con la impureza de los pobres, una Iglesia insensible al grito de los oprimidos.

Pero el comportamiento represivo de los dirigentes eclesiásticos, por muy legitimado que esté por el Código de Derecho Canónico, por mucho que cuente con el respaldo unánime del Consejo Presbiteral, por mucho que tenga las bendiciones del Vaticano, es contrario a la religión de los profetas de Israel, al evangelio de Jesús de Nazaret y al cristianismo de los orígenes, que denuncian con nombres y apellidos a los opresores, anuncian la utopía de la liberación a los excluidos y declaran inseparable la celebración de la fe de la opción por las personas y los colectivos empobrecidos. Sin justicia no hay eucaristía. Sin amor no hay fe. Sin esperanza en un futuro mejor no hay verdadera experiencia religiosa.

Enrique no vivió encerrado en las cuatro paredes del templo, sino que estuvo siempre en comunicación con la calle y atento a los problemas de los vecinos. Acogió en la parroquia a la gente marginada sin preguntarle por su afiliación política

Son dos modos de entender y de vivir el cristianismo. Enrique de Castro lo vivió como práctica de solidaridad y resistencia; la Iglesia oficial lo entiende como religión de culto y beneficencia para católicos bienpensantes. Para Enrique el centro no era el culto, sino la vida; no las leyes eclesiásticas, sino la praxis liberadora; no los sacerdotes, sino la comunidad. Él no fue funcionario de Dios al servicio del culto, sino testigo de Dios en el mundo de la marginación y profeta de la liberación.

Enrique no vivió encerrado en las cuatro paredes del templo, sino que estuvo siempre en comunicación con la calle y atento a los problemas de los vecinos. Acogió en la parroquia a la gente marginada sin preguntarle por su afiliación política, ni por su clase social, ni por su vinculación religiosa, ni por su procedencia geográfica. Fue católico en su sentido etimológico: abierto a creyentes y no creyentes, a creyentes de distintos credos, lo más parecido al movimiento de Jesús de Nazaret, “un judío marginal”.

La presión de la ciudadanía impidió el cierre de la parroquia. Hoy sigue siendo una comunidad de iguales, sin discriminación por razones de género, etnia, cultura, clase o religión, abierta a los “paganos”, sin residencia fija, sin propiedades, formada por gente del pueblo. Es una comunidad marginal, pero no para reproducir la marginación, sino para luchar contra ella, denunciando y proponiendo alternativas. En ella cada domingo la eucaristía se convierte en lugar de encuentro y de compartir, espacio de acogida y momento de fiesta, sin autoridades que tengan poderes mágicos, sin clérigos que manden ni laicos que obedezcan: una comunidad de iguales.     

Enrique ejemplificó la parábola del Buen Samaritano. No pasó de largo ante el sufrimiento humano, sino que sintió compasión con la gente maltratada por la vida, se mostró próximo con el prójimo indefenso, se le removieron las entrañas ante las injusticias causadas contra los pobres. Practicó la misericordia en vez del sacrificio conforme al mensaje profético que Jesús de Nazaret hace suyo: “Misericordia quiero, no sacrificios”.

No dio por perdida ninguna de las causas por las que luchó. Todas las defendió con el mismo empeño. A Enrique se le puede aplicar lo que de sí mismo decía el profeta Pedro Casaldáliga. “Mis causas son más importantes que mi vida”

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Juan José Tamayo es emérito honorífico de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Su último libro es 'La compasión en un mundo injusto' (Fragmenta Editorial, 2021).

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