Hablar un ratito

La mitad de los usuarios de teleasistencia en la provincia de Barcelona no llaman para una emergencia: solo quieren hablar un ratito. Este dato humano lo destacó La Vanguardia en un artículo sobre un plan medio distópico con estancias forradas de sensores que miden movimientos y temperaturas tratando de detectar lo inusual. La de tecnología que se necesita para suplir la presencia de otro ser humano. La compañía. Hay avances que apenas lo parecen. 

El año pasado empecé a dar clases de escritura por internet y me di cuenta pronto de que lo que más quería la gente era hablar y que la escucharan. Yo veía pasar el primer cuarto de hora, los primeros veinte minutos, apurada porque no estábamos cumpliendo el programa por el que me pagaban, hasta que concluí que eso también contaba. Que quizás no había nada más conducente a ponerse a escribir que esa necesidad, ese impulso, esa “intención comunicativa”, como se llama técnicamente a cuando los bebés aún casi no manejan palabras pero hacen todo lo imaginable por que vayas a la nevera a por más leche.

Por cada persona mayor que está sola hay otra al menos a la que le falta su compañía. Pensar que a la gente mayor le faltamos nosotros pero no a la inversa es muy contemporáneo y del todo miope

Cada tanto emerge en Twitter el debate recurrente de cuánto de largos pueden ser los audios de WhatsApp entre amigos. También se acepta como norma generacional que odiamos llamarnos por teléfono. No podemos vernos mucho porque todo es trabajo y vivimos desperdigados y, lo decimos a coro, no nos da la vida. ¿Qué nos queda entonces? ¿Comunicarnos con pocas palabras sueltas por redes, gesticular con emojis ante un story? Los niños de dos años suelen expresarse ya mejor que eso.

Las personas mayores están muy solas, pero no son las únicas. Cuando leí el dato de Barcelona, repetido en las redes con pública consternación (emoji del corazón partido), no pensé solo en ellos o en cuando seamos ellos sino en todos ahora mismo. Por cada persona mayor que está sola hay otra al menos a la que le falta su compañía. Pensar que a la gente mayor le faltamos nosotros pero no a la inversa es muy contemporáneo y del todo miope.

Recuerdo todas las veces que vi a un niño o a una persona mayor en Washington porque fueron las menos. La parte de la ciudad por la que nos movíamos todos los que íbamos allí a trabajar, la parte de la ciudad que el mundo cree que es Washington, está habitada casi exclusivamente por gente más o menos joven que trabaja. Si tienes hijos, te vas a los estados de alrededor; si eres mayor, hace mucho que te fuiste. Me parece que algo así empieza a ocurrir aquí en las ciudades grandes. Centros para el turismo, el trabajo a destajo y el consumo. Si no produces no puedes estar. 

Creo que ese es uno de nuestros males: ver solo a gente de nuestra misma edad, de condiciones parecidas, no da la perspectiva necesaria para vivir. Las casas, los barrios, los pueblos donde conviven personas de distintas generaciones cada vez existen menos. La pérdida de saber y de apoyo en todas direcciones que eso supone ya la estamos viendo. El único que gana con esto es el sistema: personas pagando por lo que antes nos dábamos unos a otros en comunidad. 

Hay una figura cultural muy española que es el idilio entre nietos y abuelos, dos grupos de edad que tienen, sobre todo, tiempo. Yo lo veo cada día con mi padre y mi hijo, mi padre lo quiere como yo pero sin los nervios (por buscar trabajos, por trabajar, por no fallar). Lo quiere mejor. A veces me pregunto quiénes seríamos cada uno de nosotros sin ese terror de supervivencia, con una renta básica de ciudadanía que nos permitiera elegir cuánto trabajamos o si trabajamos siempre. Con tiempo para conversaciones largas, para acompañar y ser buena compañía. Para hablar un ratito. Creo que seríamos mucho mejores y me encantaría vivir para poder verlo.

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