Igualdad, identidad y territorios

De todos los derechos humanos, la igualdad es el que probablemente está más unido a la identidad de las personas en su doble componente, el subjetivo (cómo se ve la persona a sí misma), y el intersubjetivo (cómo cree la persona que la ven las demás). El resto de los derechos humanos, aunque su ejercicio sea en sociedad, no requiere tanto como la igualdad el refuerzo que supone la dimensión social del individuo.

Esta situación ha hecho que la igualdad haya sido escindida de la integralidad de los derechos humanos por medio de una especie de exéresis social que la ha separado de la libertad, la dignidad y la justicia. A partir de esa separación se justifica la desigualdad entre las personas sin que el modelo se vea cuestionado, al explicar dicho resultado como parte de determinadas circunstancias y momentos, como es confundir la igualdad con la “igualdad ante la ley”. Un argumento que se ha escuchado con cierta frecuencia en el debate político de estos días por parte de las posiciones conservadoras, pero que en realidad es una trampa, puesto que la igualdad ante la ley no significa que las personas sean iguales en la sociedad, de hecho, si no hubiera desigualdad no haría falta reclamar la igualdad ante la ley. Por eso resulta llamativo ver cómo los partidos que niegan la igualdad entre las personas la reclamen ante la ley y para los territorios. 

El juego de la cultura lo que hace es construir la situación de una persona sobre los elementos biológicos, que son utilizados como referencia objetiva para otorgarle una posición social concreta, y a partir de ella definir el papel que debe ocupar dentro de la convivencia. Cuando se establece la desigualdad entre hombres y mujeres, entre distintos grupos étnicos, entre el origen y lugar de nacimiento, entre creencias e ideas, entre la orientación sexual… lo que se hace es tomar esas referencias para decir que son “diferentes e inferiores” respecto al modelo cultural predominante en una sociedad concreta.

La desigualdad, por tanto, surge como consecuencia de la decisión que toman las personas que ocupan las posiciones de poder para situar a los grupos que ellas deciden en posiciones inferiores dentro de las jerarquías que establecen. La cultura les permite presentar dicha decisión y organización como parte de la normalidad, al entender que dicho resultado es producto de la condición y circunstancias de las personas, no de una decisión arbitraria e interesada. De ese modo, el modelo de sociedad resultante no sólo no se ve cuestionado, sino que queda reforzado desde el punto de vista ético y funcional bajo las dinámicas impuestas.

Nadie se sitúa a sí mismo en una posición de inferioridad. No hay inferioridad original, toda desigualdad es consecuencia de personas que se consideran superiores. Por eso la identidad tiene un vínculo tan estrecho con lo social y la convivencia, porque su existencia sólo tiene sentido en sociedad. La libertad, la dignidad y otros derechos no se valoran por “comparación” o “contraste” con la libertad o la dignidad de otras personas; se es o no se es libre, aunque haya limitaciones circunstanciales, pero no relacionadas con su condición personal. Cuando dichas limitaciones se establecen sobre la condición ya forman parte de la desigualdad.

De manera que la desigualdad es un elemento trascendental de la estrategia de poder a la hora de organizar la sociedad y la convivencia, que imponen quienes toman su condición y lo que hacen desde ella como superior al resto.

No hay identidades de grupo superiores a otras ni cultura por encima de las demás. Las diferencias y su consideración deben interpretarse como motivo de orgullo propio y colectivo, pero no en términos cuantitativos que lleven a la idea de superioridad

Esta dinámica social es la que permite, tal y como hemos apuntado, crear la injusticia de la desigualdad sobre la condición de las personas, y luego justificar su “normalidad” a partir de las referencias culturales que se levantan sobre ella. Así, por ejemplo, lo que viene a concluir el modelo androcéntrico no es que ser hombre sea superior a ser mujer, sino que lo que hacen los hombres tiene más trascendencia que lo que hacen las mujeres, y bajo ese mismo esquema se actúa con cualquier otra referencia o elemento utilizado para definir la desigualdad.

Esa es la trampa del sistema, naturalizar sus injusticias, y entre ellas como núcleo y esencia de su estructura de poder, la desigualdad.

Naciones Unidas insiste en que no se puede justificar ni mantener la desigualdad por razones culturales ni históricas, pues de hacerlo no habría posibilidad de corregir la injusticia ni de cambiar la posición de superioridad de quienes se han considerado a sí mismos por encima de otras personas. Si tomamos por válida la referencia cultural e histórica, los hombres siempre serían superiores a las mujeres, la aristocracia podría reclamar sus privilegios históricos sobre el resto de la población, los ricos podrían hacerlo sobre los pobres… y así sobre cualquier elemento social que se haya utilizado y mantenido durante siglos como justificación de la desigualdad.

Y lo mismo ocurre con los pueblos y los territorios, no hay identidades de grupo superiores a otras ni cultura por encima de las demás. Ninguno de sus elementos puede ser tomado como referencia para establecer desigualdades a partir de la cultura y la identidad de otros grupos. Ni la lengua, ni la historia, ni lo consuetudinario, ni la tradición, ni expresiones culturales como la música, la literatura, las artes… de un pueblo son superiores a otras en su esencia. Las diferencias existentes y su mayor o menor consideración deben interpretarse como motivo de identidad, disfrute y orgullo propio y colectivo, pero no en términos cuantitativos que lleven a la idea de superioridad y privilegios.

Hoy corremos el riesgo de convalidar el sistema androcéntrico sobre consecuencias que lo consolidan sobre su núcleo de desigualdad trasladando la referencia individual a lo grupal.

Ninguna persona ni pueblo dentro de un marco común puede tener en su condición e historia ventajas sobre el resto. Las diferencias son motivo de identidad a partir de lo común, no argumento para rechazar los elementos compartidos y para la distancia. De manera que todo lo que tengan pueblos y personas conseguido desde posiciones históricas debe ser tenido en cuenta para que sea compartido con el resto, no para mantener la desigualdad. En una cultura de igualdad, todo lo que se haya alcanzado por una vía reservada a quienes han ocupado una posición de superioridad debe ser compartido con otros pueblos y comunidades si resulta beneficioso, no reservado para sí mismos amparándose en su condición y situación.

La desigualdad mantenida sobre circunstancias históricas debe ser corregida, tanto en lo individual como en lo grupal. Y hacerlo no debe entenderse como un perjuicio para quien ha tenido una serie de ventajas hasta ese momento, sino como una forma de hacer partícipe de ellas al resto de los grupos y pueblos, y de reconocimiento a la cultura e identidades que lo han alcanzado antes.

Y es precisamente lo contrario a lo que se observa cuando nos referimos a las “comunidades históricas” y a la manera de plantear la autonomía de los territorios. Si lo que se pretende es un Estado federal, lo primero que hay que hacer es plantear la propuesta para poder debatir sobre ella, y lo segundo, intentar que el punto de partida de los diferentes territorios federales de un mismo país sea igual o lo más cercano posible, no comenzar desde una desigualdad que aumentará dentro de ese federalismo y con toda seguridad agravará los conflictos internos.

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Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue delegado del Gobierno para la Violencia de Género.

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