Cuando no hay oposición

Las democracias consolidadas exigen la presencia y participación de una oposición libre y activa. La propia existencia de un contrato social, de la conformación de una comunidad política con sus reglas de funcionamiento, demanda una oposición que controle la acción de gobierno con capacidad de crítica, pero también con actitud propositiva en defensa de puntos de vista diferentes a los que conforman el Gobierno, todo ello desde la dialéctica, el respeto, el rigor y un proyecto propio. La primera tarea en este sentido para los partidos que constituyen la oposición ha de ser la aceptación de las reglas del juego del sistema democrático mismo: asumir la derrota electoral, la consiguiente conformación de un gobierno legítimo y la adopción de la enorme responsabilidad que supone el ejercicio de la oposición. 

En nuestro país y en otros que han convivido durante décadas con sistemas bipartidistas, la oposición ha adoptado habitualmente un papel moderado y responsable derivado de la autoconciencia que asumían ambos partidos mayoritarios de que más tarde o más temprano gobernarían, de tal manera que hacer propuestas desquiciadas les pesaría en una futura tarea de gobierno, y la falta de respeto solo contribuiría a envenenar el natural ejercicio del turnismo. Sin embargo, el contexto ha cambiado en la medida en que el panorama político se ha fragmentado en una pluralidad de partidos que conforman coaliciones de gobierno y, por cierto, también de oposición. Este nuevo escenario provoca que se produzcan esquemas de oposición dentro del propio gobierno, por cuanto los miembros de las coaliciones legítimamente han de diferenciarse, pero también en los partidos derrotados que entre sí disputan el espacio político para el futuro.

Ahora bien, no todo vale en términos de ciudadanía y mucho menos en la representación de la soberanía ciudadana expresada en las urnas. Obviamente todas y todos gozamos de la libertad suficiente y necesaria para pensar, sentir y creer lo que nos nazca o nos plazca, pero si esos sentimientos, ideas o creencias atentan contra los valores democráticos, no pueden formar parte del discurso público, es más, deben ser reprobados, reprochados y apartados. Los valores constitucionales de libertad, igualdad y pluralismo político no amparan bajo ningún concepto la promoción, defensa o apología de la violencia o el odio sean contra quienes sean, y fueren contra quienes fueren, y desde luego estas actitudes no conforman la finalidad constitucional a los partidos encomendada. 

En nuestro país, la oposición ha adoptado habitualmente un papel moderado y responsable derivado de la autoconciencia. Sin embargo, el contexto ha cambiado en la medida en que el panorama político se ha fragmentado en una pluralidad de partidos

El ejercicio de la oposición no es una herramienta política de deslegitimación del sistema, no puede consistir en insultar gravemente al presidente del Gobierno y luego hacer chascarrillos, ni en desear o pronosticar su asesinato o su huida del país en un maletero. Nada de eso es tarea de oposición responsable, son expresiones de totalitarismo y violencia a las que no debemos acostumbrarnos. La responsabilidad de la oposición es igual o mayor que la responsabilidad de gobierno, porque constituye el límite democrático y el control del mismo, porque ha de constituirse en la voz de la ciudadanía y en la expresión de pluralidad. La prudencia, el respeto, el diálogo y, sobre todo, la búsqueda del bien común son tareas imprescindibles para el ejercicio de la oposición y también para la propia pervivencia de la democracia como sistema político que ha de proteger la diversidad de posiciones, creencias e intereses. Tampoco son las redes sociales el espacio más propicio para dilucidar las diferencias, sobre todo si acaban convirtiéndose en ataques.

La democracia y la oposición política son, por tanto, conceptos inseparables y en la nuestra este equilibrio es inestable. La diferencia entre el disenso imprescindible y la impugnación de las reglas del sistema es evidente. La falta de interés en los problemas cotidianos de la ciudadanía y en los serios retos de futuro a que nos enfrentamos tiene que preocuparnos. No podemos tener una oposición antisistema cuando el sistema les perjudica, chulesca y vacía, nos jugamos mucho en ello. Tanto como la confianza de la ciudadanía en los valores democráticos y en las instituciones que los sostienen.

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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.

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