Contra la polarización a perpetuidad

De ser cierta la afirmación atribuida a Bismarck según la cual el político es quien piensa en la próxima elección, mientras que el estadista es aquel que tiene en la cabeza la próxima generación, habrá que convenir que, a tenor de lo que nos informan periódicamente encuestas solventes, la percepción generalizada que tiene la ciudadanía de nuestro país es que vivimos una época caracterizada por la completa ausencia de estadistas. Es más, empieza a resultar incluso dudoso para muchos ciudadanos que haya políticos en sentido mínimamente fuerte, esto es, que piensen no ya en las próximas elecciones (de esos, ciertamente, andamos sobrados) sino en el día después de las elecciones. O, lo que sería su equivalente, en qué hacer con el resultado electoral.

A la vista de lo que viene ocurriendo en la escena pública, no parece que en España haya más opciones de Gobierno para la próxima legislatura que, o bien la reedición de la actual fórmula de gobierno (progresista para los amigos, Frankenstein para los enemigos), o bien un acuerdo PP-Vox (de centroderecha para los amigos, autoritario para los enemigos). Una cosa parece asegurada, sea cual sea la posibilidad que finalmente se materialice, y es que la polarización, más o menos crispada, será la tónica dominante en los siguientes años. Con matices, claro está, derivados no solo de la específica manera que tienen derecha e izquierda de hacer política (la primera ha dado probadas muestras, a lo largo de la democracia, de su querencia por irse al monte cuando gobierna la izquierda), sino de la diferente situación objetiva en el caso de un gobierno hegemonizado por el PP o por el PSOE.

En efecto, la dependencia de otras fuerzas políticas no es igual en ambos casos. En principio, según vaticinan buena parte de las encuestas, con el apoyo de una sola fuerza política (Vox) el PP ya tendría suficiente para poder gobernar, mientras que el PSOE necesitaría de nuevo recabar el apoyo de diversas formaciones, en algunos casos de signo ideológico incluso contrapuesto. Conviene no perder de vista este último aspecto, que está lejos de ser menor, en la medida en que puede dar lugar a situaciones sin duda complicadas en el futuro. Porque no cabe en absoluto descartar la posibilidad de que tales formaciones lleven a cabo un cálculo de sus intereses para el día después bien diferente al que se pueda hacer el PSOE, condenado, por así decirlo, a intentar formar gobierno, so pena de tener que emprender una larga travesía del desierto.

 Y si hace unas semanas (en “Le encanta jugar al póquer y perder”, infoLibre, 18 de diciembre de 2022) planteábamos aquí mismo la posibilidad de que Podemos, y más en particular el propio Pablo Iglesias, no viera con malos ojos una derrota del PSOE en la medida en que eso le permitiría pasar a la oposición y, desde ese lugar, emprender de nuevo la batalla por la hegemonía de la izquierda, tal vez ahora deberíamos plantearnos seriamente la posibilidad de que otro de los apoyos del actual gobierno, ERC, no le hiciera ascos a la idea de que el gobierno central volviera a estar en manos de la derecha.  

En tal caso, poco o nada les costaría a los republicanos regresar a las viejas consignas tipo “con España no hay nada que hacer”, “PSOE, PP: la misma cosa es”, “por nosotros no ha quedado: lo intentamos hasta el final” y pasar a competir con Junts en su mismo terreno maximalista y de retórica exaltada. Un terreno que, según acreditan las constantes declaraciones tanto del president Aragonés como de los miembros del govern de la actual Generalitat, nunca han abandonado por completo, con sus reiterados ho tornarem a fer en forma de reconocimiento explícito de unas intenciones permanentemente en la recámara. Repárese en que, una vez cubiertas sus espaldas secesionistas, los republicanos hasta podrían presentar sus fallidos (no habrían conseguido el referéndum de autodeterminación) intentos negociadores con el gobierno de Pedro Sánchez como una prueba de buena fe y de voluntad dialogante y pactista, cualidades muy del gusto de ese sector del tradicional electorado nacionalista que en su momento le proporcionaba holgadas victorias a Jordi Pujol y que con el procés ha devenido independentista tout court.

Uno de los peores efectos de la polarización es que nos lleva a deformar el pasado y a volvernos ciegos ante el presente

Así pues, siendo cierto que los dos grandes partidos precisan por un igual el apoyo de otras fuerzas para optar al gobierno de la nación, no es menos cierto que la situación es más delicada para el Partido Socialista, cuyos eventuales socios y aliados podrían llegar a creer que no perderían gran cosa (o incluso que podrían ganar en algún aspecto) en caso de no prestar dicho apoyo. Por formularlo de la misma manera genérica que ya lo hicimos en el artículo antes mencionado: complicada situación la de aquel al que solo le vale ganar cuando su eventual socio o aliado puede jugar al win-win.

Ahora bien, tal vez convendría empezar a dejar de pensar lo que nos está ocurriendo en términos de fatalidad o de destino a los que estuviéramos casi condenados, con dos espacios políticos enfrentados a perpetuidad. Uno de los peores efectos de la polarización es que nos lleva a deformar el pasado y a volvernos ciegos ante el presente. Habrá que decirlo con toda rotundidad: a poco que se examine con un mínimo de objetividad lo que ha sido la política en nuestro país en los años de democracia, queda claro que disponemos de sobradas evidencias de que existe posibilidad de entendimiento a todos los niveles entre los dos grandes partidos. Así, al argumento, habitualmente utilizado en contra de la derecha, según el cual esta siempre se opuso, en algunos casos con aparente ferocidad, a las grandes reformas impulsadas por la izquierda (divorcio, aborto, matrimonio entre personas del mismo sexo...), se le podría dar la vuelta e intentar considerar por el lado bueno el hecho de que terminara aceptando a regañadientes todo aquello a lo que tanto se había resistido. A fin de cuentas, el que finalmente no derogara nada de lo anterior cuando regresó al poder, en cierto modo se deja valorar como un acuerdo en la práctica entre ambas fuerzas.

Pero lo propio se podría afirmar si, del nivel de las grandes reformas, pasamos al de las propuestas concretas. ¿Acaso no hemos tenido sobrada ocasión de comprobar en los últimos tiempos cómo medidas —por ejemplo, de orden económico— propuestas inicialmente por la oposición eran finalmente asumidas por el gobierno? Bastaría con que dejáramos de pensar tales mudanzas y cambios de opinión ora como traiciones, ora como armas arrojadizas contra el adversario político (ambos usos vienen a resultar equiparables en su inutilidad) para que se empezara a despejar el camino para acuerdos y pactos que liberaran a unos y a otros de tutelas indeseables.

De momento, no cabe ser ingenuos al respecto. Existen muy escasas probabilidades de que, al menos en lo que resta de legislatura, se renuncie a una retórica inflamada, diseñada a la medida de los incondicionales (cuando no de los hooligans). No obstante, como ninguno de los dos partidos mayoritarios quiere aparecer como el enemigo del diálogo, ambos repiten, con el mismo impostado convencimiento, argumentos rigurosamente simétricos. Por un lado: “yo estaría dispuesto a pactar con el PSOE, pero con el representado por Felipe González y sus ministros, no con este PSOE sanchista”. Por el otro: “ojalá hubiera un partido conservador civilizado, homologable con la derecha europea, pero con este PP, en el que Feijóo ya no se distingue del Casado más asilvestrado y los dos, a su vez, resultan indistinguibles de Vox, no hay nada que hacer”.

Pero no nos abandonemos al derrotismo. Mientras quienes utilizan este tipo de argumentos no se los crean por completo, todavía quedará un resquicio para confiar en que puedan terminar configurándose en el futuro, frente a la estrategia polarizadora, alternativas dialogantes. De momento, el nombramiento, por parte del PP, de Borja Sémper en un puesto de tanta relevancia política como el de portavoz de campaña en la próxima convocatoria electoral de mayo, así como la rehabilitación de algunos de los denominados sorayos (Iñigo de la Serna, Bermúdez de Castro...), nos autorizan a pensar que tal vez aún no esté todo perdido.  

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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'El virus del miedo' (La Caja Books).

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