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Querido barrio: nunca te hagas 'cool'

Un café con su pincho de tortilla delicioso directo de la sartén cuesta dos euros en un bar pegado a la estación de Benavente, Zamora. Sólo un café “de especialidad”, mismo tamaño, cuesta tres en un local calcado de los independent coffee shops de Estados Unidos en Chamberí, Madrid. Si llegas con hambre a este último, no hay nada por menos de otros tres euros (pan con unto, pero sin proteína) y si quieres algo decente te sube la cuenta a los 8 o 10 euros. Con ese dinero, puedes desayunar de lunes a jueves en el bar del parque de mi barrio en Zamora y no hay wifi, pero tampoco te cortan tu sesión a la hora para que te vayas a consumir a otra parte.

Este martes tenía que redactar un reportaje en Madrid antes de otros compromisos de trabajo y pedí indicación de una cafetería donde se pudiera escribir. El lugar cumplía el requisito: toda la gente allí estaba sola con un portátil igual que el mío. Yo no era, como lo soy ahora haciendo esta columna, una especie ajena al paisaje: en este bar de mi calle a esta hora sólo hay hombres que casi me doblan la edad y hablan por encima de Pongamos que hablo de Madrid versión rock acelerado. Hay máquinas tragaperras, hay expendedora de tabaco, las cortinas son largas. Nada en este bar perfectamente correcto es cool, pero estoy a gusto y parece que todos los que entran y salen también lo están.

El café de especialidad está rico, sí, claro. Pero si pagar tres o más euros por un café que dura poco ya me dolía en Washington, pagar tres euros por un café en un país donde los sueldos son de mil euros me parece, como diría Isa Calderón, inconstitucional. Donde más me gustaba escribir en Estados Unidos era en esos diners en los que te puedes quedar mil horas y durante todas ellas te siguen rellenando la taza blanca, un poco alta y un poco estrecha, de café. Un café infusión, sí, exactamente el tipo de café que puede acompañarte durante largo rato, caminando o con las teclas, sin impedirte dormir por la noche.

Que a alguien se le ocurra que tu ciudad o tu barrio puede ser 'cool' es el principio del fin. De qué sirve estar empadronados en lugares con mar, de calles bellas, con universidades y grandes empresas, si cualquier espacio improductivo te es inaccesible

Me vi en esa cafetería de Chamberí como interpretando un papel antiguo. En un traje conocido pero incómodo. Ya no estoy acostumbrada a estar en sitios donde todos somos tan iguales. Me pareció extraterrestre estar en España escuchando tanta call en inglés, inglés nativo. Ahí estaban por lo menos varios de los expats que con sus potentes sueldos han traído, junto a otros locales de buen bolsillo, la gentrificación al centro y a los barrios y ya incluso al Carabanchel Alto de Manolito Gafotas, donde quizás pronto ya no quede ninguna terraza cerrada con aluminio visto.

Siempre me imaginé la vida del Pobre Manolito sobre los escenarios de mi infancia. Las terrazas en mi barrio siguen cerradas, que a nadie le sobra ningún metro cuadrado y no conocemos el minimalismo. Lo único novedoso que ha abierto en los 20 años que no he vivido aquí es un restaurante familiar colombiano que cumple los criterios de la zona: abundante, rico, cercano, económico, sin pretensiones. Cuando viajo, me encuentro a veces pensando que todas las malas suertes que le atribuí siempre a Zamora –no tiene mar, no es “imprescindible” para el turista, no tiene universidad propia, no hay apenas centros de trabajo que hagan que alguien se mude por ese motivo– serán, quizás, lo que nos salve. Que a alguien se le ocurra que tu ciudad o tu barrio puede ser cool (quiero decir, lucrativo) es, parece, el principio del fin. De qué sirve estar empadronados en lugares con mar, de calles bellas, con universidades y grandes empresas, si cualquier espacio improductivo te es inaccesible. Si tú trabajas allí, pero los que viven, vivir-vivir, son otros. 

Si usted querido lector también discurre ahora mismo por un espacio perfectamente correcto pero que, con toda probabilidad, nunca será cool: ¡alégrese! Estar bajo el radar de los que lo compran todo para convertir en la misma cafetería todas las cafeterías y en el mismo barrio todos los barrios y en la misma ciudad todas las ciudades es lo mejor que, visto lo visto, podría pasarnos. 

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