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En contra de “el rural”

Nunca he escuchado a nadie del campo hablar de “el rural”. Fui a una escuela de pueblo que ahora es un tanatorio y todos los hombres de los que desciendo han sido agricultores. Nunca le oí a nadie decir que vivíamos en “el rural”. Detesto ese término, tan forzado, tan ajeno. Tan externo. A la Fundación del Español Urgente, mi guía espiritual, tampoco le gusta. Dice que es ambiguo, que por qué no decimos lo que siempre hemos dicho: mundo rural, sector rural, vida rural, campo, pueblo.

Me parece que muchas personas que hablan de “el rural” lo pronuncian como atravesando una expresión incómoda. Como algo que ahora hay que mencionar en los discursos pero sobre lo que se tienen tan pocas ganas de hablar a fondo como siempre. El mundo rural es un territorio complejo, áspero, bajo una pena de muerte sentenciada hace más de medio siglo. Por eso quienes aún lo habitan desconfían de cuentos de la lechera. Los molinos y las placas no van al bar ni a la escuela y un pueblo sin bar ni escuela ya está muerto.

La vida en el campo no sobrevivirá si no se puede vivir de lo que siempre se ha vivido en el campo: de las tierras y del ganado. Y ya apenas se puede. Y ¿quién está dispuesto?

He leído a algunos advenedizos de “el rural” criticar As bestas, ganadora de los Goya y del César, por considerar que es dura —acaso injusta— en su retrato de la vida en el campo. Yo salí del cine pensando que acababa de contemplar muchísima verdad conocida. Y que por fin. Porque sufro bastante con el bombardeo presente de reportajes tipo “Españoles en el campo”: planísimos, sin matices, imposibles de creer. La vida en el campo no sobrevivirá si no se puede vivir de lo que siempre se ha vivido en el campo: de las tierras y del ganado. Y ya apenas se puede. Y ¿quién está dispuesto?

Todo lo que hay que entender de As Bestas está explicado en una conversación de bar entre Xan y Antoine. Xan quiere que llenen su aldea de molinos de viento para marcharse. No sueña con el Caribe, solo quiere salir de su vida carcelaria al cuidado del ganado. Aspira a conducir un taxi en Ourense, a un piso, a una vida corriente sin la espalda molida. ¿Quién podría juzgarlo? El campo que ahora se romantiza desde las ciudades y los despachos es un lugar esclavo. Y ahora ni siquiera salen las cuentas.

Yo entiendo —y abrazo incluso— la liberación que representa la idea de vivir en el campo en este momento de ciudades hostiles y precarias. Pero sé que los pueblos no los vamos a salvar los que hemos —medio— vuelto a teletrabajar desde nuestros escritorios mientras los tractores de nuestras familias preparan sus últimas sementeras o ya los sepulta el polvo. El campo no tiene relevo: porque no quisimos, porque no nos enseñaron, porque los que nos quieren repiten que ya no merece la pena. Supongo que es fácil creerse el bucolismo cuando no has visto a tu padre enclaustrado toda su vida entre tenados, sin vacaciones ni fiestas de guardar. Yo también, como Xan, soñé de pequeña muchas veces con que nos atravesara una autopista. Con la libertad de mi padre.

El pasado verano un fuego inextinguible arrasó la Sierra de la Culebra en Zamora y cercó varios pueblos. Mientras en Valladolid cuadraban moscosos, la gente del campo salió sola a defender lo único que tiene: sus tierras, sus casas, sus naves, su ganado. Entrevisté a algunos primos míos que estuvieron haciendo cortafuegos con sus tractores. Eso es todo lo que yo podría hacer en el fin del mundo: contarlo. Cuando las francesas urbanas de As bestas agarran las ovejas para llevarlas a su coche, mi amiga y yo nos dijimos: qué inútiles somos. Nuestras carreras han salido de ubres ovinas y bovinas y no sabríamos por dónde empezar. En 20 o 30 años, ¿quién defenderá los pueblos cuando arda el monte?

Creo que nadie intenta ni espera que los pueblos vuelvan a ser lo que fueron. Parece que el plan es que haya más casas rurales que domicilios, más macrogranjas que familias, más molinos que señores sentados en la plaza. Pueblos sin contenido. No me atrevería a juzgar a ningún Xan ni a ningún Antoine. La gente hace lo que puede por sobrevivir en un medio que desaparece. Yo siempre me quise ir, pero también tuve miedo a no poder volver. Es un mundo durísimo, brutal, pero es el mundo de todos los que me precedieron y en el que me crié. Es un mundo que me alegro que mi hijo haya conocido. Es el fin de un mundo y lo mínimo que podemos hacer es quedarnos a contarlo bien.

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