Traidores o patriotas: ¿vestiduras intercambiables?

“A veces hay que parecer traidor para ser patriota de verdad”. La frase la viene repitiendo últimamente Santi Vila y servía como titular a la entrevista que semanas atrás le hacía el periodista Víctor M. Amela para “la contra” de La Vanguardia. Lástima que a la frase, que en boca del exconseller del Govern de Puigdemont tenía una inequívoca intención exculpatoria, se le pueda dar la vuelta, y el resultado sería esta otra, que también tendría todo el sentido del mundo: “A veces hay que parecer patriota para ser traidor de verdad”. Con toda seguridad, el amplio sector de independentistas que han acusado reiteradamente de traición al exalcalde de Figueras haría suya esta segunda formulación.

Obviamente, no procede ahora enredarse en reconstruir con detalle aquellas jornadas del otoño de 2017 para dilucidar quién resulta merecedor en mayor medida del presunto reproche (de traidor) y quién del presunto elogio (de patriota). Si procediéramos de dicha manera, fácilmente terminaríamos abocados a una discusión casi escolástica acerca de quién, por esas fechas, era más traidor, si el que, como Santi Vila, se bajó del barco en el último momento, antes de que se estrellara contra las rocas del Estado, o el que, como el capitán de la nave, Carles Puigdemont, convocó a sus puestos a toda la tripulación mientras él, emulando a su homólogo del Costa Concordia, se ponía a resguardo del inminente hundimiento.

La cuestión que me interesa dejar planteada encima de la mesa es la de la distorsión que genera en el debate político una determinada manera de relacionarse con los conservadores, en ocasiones compartida por la propia izquierda catalana

Ahora bien, que el procés haya terminado en un rotundo fracaso de ninguna manera significa que el independentismo haya desaparecido. Sin duda, sus apoyos han menguado, como las encuestas del CEO —el CIS catalán— dejan más que claro, y buena parte de quienes creían llegar a tocar un Estado propio parecen sumidos actualmente en una profunda melancolía. La cara visible de este último sector viene representada en la esfera pública por todos esos columnistas que, con fingida decepción, se dedican ahora a abominar de los políticos que impulsaron un procés que en su momento ellos mismos apoyaban con entusiasmo y del que no cesaban de proclamar por tierra, mar y aire que señalaba un objetivo tan deseable como fácilmente alcanzable, a poco que se echara el resto y se pusiera toda la carne en el asador. 

Convendría que todas las fuerzas políticas y sectores sociales y económicos que, de una u otra manera, participaron o se vieron interpelados a lo largo de la pasada década por la iniciativa independentista aprovecharan el presente momento para emprender una reflexión, alejada de cualquier oportunismo tacticista, además de sobre lo sucedido, sobre las expectativas que habría que alentar y las que no a partir de ahora. Pero para hacer esto correctamente se necesitaría, en primer lugar, revisar tantos lugares comunes que, más allá de funcionar como placebo consolador, tal vez ya no sirvan para entender la realidad.

Así, es posible que la consigna “¡que viene Vox!”, utilizada en España de un tiempo a esta parte hasta la extenuación por sectores de la izquierda (con resultados, a las pruebas me remito, manifiestamente mejorables), estuviera teniendo su réplica en sectores independentistas en la consigna “¡que viene el PP!”. Por supuesto que, a nivel personal, prefiero sin la menor reserva que el independentismo preste su apoyo en Madrid a la izquierda antes que a cualquier variante de las derechas, pero no es esa ahora la cuestión. La cuestión que me interesa dejar planteada encima de la mesa es la de la distorsión que genera en el debate político una determinada manera de relacionarse con los conservadores, en ocasiones compartida por la propia izquierda catalana.

Pienso, por ejemplo, en el empeño en identificar al PP con un centralismo a ultranza. Sin duda, la identificación proviene de un silogismo, tan perezoso como eficaz para quienes se sirven de él, según el cual, dado que la derecha en este país no va mucho más allá de ser un franquismo disfrazado o que ignora su condición de tal, y que el franquismo era manifiestamente centralista, la consecuencia lógica que de modo necesario se deriva de esto es que el PP a todos sus niveles debe ser considerado también así. La atribución de centralismo a la derecha ha llegado a calar tanto en amplios sectores, que no resulta raro encontrar a quienes la dirigen a una lideresa territorial como Isabel Díaz Ayuso, que de tantos reproches se ha hecho merecedora, pero este es uno de los que menos le corresponden. Porque es casi una contradicción en los términos acusar de centralista a una presidenta empeñada en conseguir más recursos de todo tipo para su comunidad (no en devolver ninguna de sus competencias al gobierno central). Y si alguien considera insuficiente el argumento, añádasele otro bien reciente: fíjense si llega a ser centralista el PP que a su anterior presidente, Pablo Casado, lo defenestraron los barones autonómicos por un conflicto… precisamente con la aludida lideresa territorial.

Pero nos seguiríamos equivocando si interpretáramos que esta tendencia tan simplificadora en el análisis y valoración de la derecha es cosa de los tiempos actuales. Por el contrario, viene de atrás, y en ocasiones se ha superpuesto a otra tendencia, asimismo deplorable, a confundir las consignas con la descripción de la realidad. Porque a muchos de los que hoy se lamentan —en ocasiones con un punto de sobreactuación cara a la galería (“¡con esta derecha, no!”, suelen proclamar)— por el hecho de que los conservadores tiendan a alinearse con posiciones poco moderadas, habría que recordarles que en Cataluña fuimos pioneros en eso de tender cordones sanitarios, mucho antes de que existiera Vox y de que se pudiera argumentar que el peligro del regreso del fascismo centralista era inminente. 

En efecto, el llamado Pacto del Tinell, suscrito en 2003 por la izquierda catalana y por todo el bloque entonces supuestamente solo nacionalista, incorporaba una cláusula en la que, de manera expresa, quedaba excluida la posibilidad de cualquier pacto de gobierno o acuerdo de legislatura con el PP, tanto en la Generalitat como en las instituciones de ámbito estatal. Y si el pastel necesitara una guinda, ahí va: por aquel entonces el líder del PP en Cataluña no era ni Alejo Vidal-Quadras ni nadie de parecido talante político, sino Josep Piqué. Pero ni por esas. 

Para, en lo posible, evitar más malentendidos explicitaré también que no estoy dando por descontado que a partir de ahora el PP vaya a contener de manera definitiva su recurrente querencia a echarse al monte en beneficio de una forma de hacer política civilizada y dialogante, alejada de la confrontación y el ruido a los que siempre ha sido tan proclive. Tampoco doy por supuesto que su nuevo líder nacional vaya a significar una ruptura radical respecto a las formas de hacer las cosas de algunos de los líderes precedentes. Si me permiten lo sumario del juicio, a mí Núñez Feijóo me parece un Rajoy más soso y menos indolente. Pero que en modo alguno se vaya a interpretar esta valoración en clave peyorativa o, menos aún, desdeñosa. Si se me apura, al contrario: conviene no olvidar que Rajoy, siendo como era, obtuvo en 2011 la última mayoría absoluta que se recuerda en este país, con nada menos que 186 diputados.

En todo caso, no es de eso de lo que se trata, sino de la necesidad de que, desde esta esquina de la Península en la que vivo, se acabe con la falacia de determinadas identificaciones, como la mencionada entre derecha y centralismo. Porque es gracias a la generalización de la misma y, por tanto, a una improcedente manera de entender qué significa ser conservador, como los sectores independentistas inequívocamente conservadores —cuando no reaccionarios a palo seco— escamotean su condición de tales, pudiendo llegar a presentarse, en un ejercicio de prestidigitación política ciertamente notable, como progresistas. Impiden, de esta manera, un debate político clarificador, que incluya tanto una descripción adecuada de la situación real como una fijación de objetivos susceptibles de ser asumidos por una amplia mayoría de ciudadanos.

Decíamos que en los últimos tiempos algunos de esos independentistas vienen declarando, incluso con énfasis, temer una hipotética victoria del PP en las próximas elecciones generales. Créanselo a medias. Con el PP en el gobierno central los partidarios del cuanto peor, mejor, abundantes por estas latitudes, fácilmente podrían reactivar la ecuación "franquismo=PP=gobierno=Estado=España" que tan buenos rendimientos les proporcionó durante el anterior mandato del Partido Popular, con Mariano Rajoy al frente. Pero hay otra razón, de mucho mayor peso, para no creerse nunca del todo tales proclamas en boca de según quiénes, y es que la lealtad de un sector del independentismo (incluso con los propios votantes) nunca ha sido su fuerte. 

Hagan memoria, si no. Mientras que la izquierda de lo que hoy es el bloque independentista firmó con la izquierda catalana el Pacto del Tinell, la derecha de ese mismo bloque había firmado siete años antes -nada menos que con José María Aznar- el Pacto del Majestic. Sin que la cosa terminara aquí. El propio Artur Mas que se había comprometido ante notario en 2006, cuando estaba en la oposición, a rechazar cualquier tipo de pacto o acuerdo con el PP si ganaba las elecciones, convirtió precisamente a este partido en su aliado parlamentario en 2012, cuando ya era president de la Generalitat, para aprobar sus restrictivos e impopulares presupuestos. Con lo que regresaríamos a la duda inicial, suscitada por la afirmación de Santi Vila: los firmantes nacionalistas de todos esos pactos y compromisos ¿se fingían traidores para poder ser patriotas de verdad?, ¿o se disfrazaban de patriotas pata negra para poder ser traidores impunemente?

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Manuel Cruz es catedrático de filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'Democracia: la última utopía' (Espasa).

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