A vueltas con la transición energética

Llevo algunos meses dedicando casi a diario un poco de tiempo a tratar de aprender sobre un asunto que es crucial.

El cero absoluto que experimentamos el lunes 28 de abril, hace ya casi cuatro meses, fue un cisne negro de libro, con toda su improbabilidad. Llevan cruzándosenos unos cuantos de ellos en la última década, inaugurada por las decepciones del brexit y el primer triunfo de Trump en 2016, un año muy duro de asimilar.

Un cisne negro es un evento muy improbable, pero de efectos catastróficos. Aunque el origen de la catástrofe pueda ser un evento natural, la magnitud e impacto de sus efectos son en gran medida consecuencia directa de decisiones humanas con autoridad. A la DANA, a las 7291 muertes de las residencias madrileñas y a los incendios que nos asolan me remito.

Volviendo al apagón, mi recuerdo de la experiencia, salvo las lamentables cinco muertes a él atribuidas de forma directa, no fue catastrófico. Con toda seguridad, podría haberlo sido si su duración hubiera sido mayor, si hubiera sucedido en otra época del año más fría, o más calurosa, o con menos horas de luz natural. Recuerdo estar más dedicada a fijarme en lo que estaba sucediendo y cómo reaccionábamos que en prepararme para un eventual confinamiento incomunicado. Siempre tengo víveres y esenciales en casa; viví tres años convulsos en La Paz donde aprendí y adopté prácticas domésticas que no he abandonado. Y mantengo mis fogones de gas natural —incoherencia que asumo— y un transistor a pilas en la cocina.

Una vez comprobado que mi entorno más cercano estaba bien y a resguardo, me dio bastante igual quedarme incomunicada. Me pilló además en casa teletrabajando y a mis hijos en el instituto, a 15 minutos andando. Solo tenía dos preocupaciones personales: mantener la temperatura de mi congelador abarrotado y comunicarme con mi equipo, a quien quería pedir que al día siguiente teletrabajara, lo que conseguí pasada la medianoche.

No tuve la preocupación que tuvieron, por ejemplo, las personas electrodependientes, sus familiares, amigos y personas cuidadoras. Personas que requieren respiración asistida o dispositivos eléctricos, ya sea por discapacidad o por lo avanzado de su edad. Miles y miles de las que, a diario, y sin apagones, no nos acordamos.

Me entusiasmé incluso imaginando que se nos había presentado una oportunidad en modo “contrafactual”, esa situación inédita, difícilmente replicable, incluso éticamente cuestionable que nos permite asomarnos a un “qué hubiera pasado si”, de la que extraer aprendizajes, conclusiones y recomendaciones.

Procuro desde ese día entender mejor las implicaciones de la transición energética y por qué es tan aparentemente inasumible en plazos razonables. Leí y creo que entendí, con ayuda de muchas personas a las que sigo en redes sociales, el Real Decreto-ley 7/2025, de 24 de junio, por el que se aprobaron medidas urgentes para el refuerzo del sistema eléctrico y que decayó a los treinta días por decisión del Congreso de los Diputados; un despropósito difícil de entender. He asistido a seminarios, conferencias y encuentros sobre cambio climático organizados por partes interesadas muy diversas, desde la academia hasta inversores, pasando por movimientos ecologistas y gentes pioneras en el autoconsumo, incluidos regidores municipales valientes. He leído unos cuantos libros que explican muy bien, y con el optimismo que brinda identificar oportunidades, el reto de la transición.

Con todo ello, he conseguido actualizar mi fondo de armario sobre el tema y concretar algunas reflexiones, que comparto:

Una, que los combustibles fósiles en todas sus formas, incluido los plásticos, son el enemigo que batir, la rémora de la que independizarnos, un modelo caduco que nos venden como inevitable.

Dos, que el debate energías renovables vs energía nuclear es tan espurio que se desvanece una vez se ponen sobre la mesa, sin engaños ni desinformaciones, todos los costes, los riesgos y las externalidades presentes y futuras. Y cuando se desvela quiénes, en realidad, se espera que carguen con ellas. La nuclear no es barata, ni limpia, ni segura; las renovables sí.

Tres, que el autoconsumo es una parte importantísima de la solución, una condición necesaria, aunque no suficiente, que nos libre de combustionar. Sin embargo, está resultando una tarea absurdamente complicada, lenta e imprevisible por cómo está diseñada la gobernanza del asunto, por los incentivos perversos y las ansias de acaparar de las grandes energéticas de alma fósil.

Cuatro, que quien invierte en nuestra salud energética, sea grande o pequeño, persona jurídica o natural, pública o privada, necesita que las variables con las que se toman decisiones, como los incentivos y las reglas de juego, sean previsibles, comprensibles, transparentes y justas. Muchas, si no todas, esas variables que son condiciones necesarias son resultado de decisiones políticas, jurisdiccionales y administrativas. A la mano invisible del mercado se le puede y debe orientar.

Demandar que juezas y jueces estén debidamente formados en sostenibilidad, como lo han necesitado estar, por ejemplo, en igualdad (de género)

Cinco, que necesitamos un Pacto de Estado y, para ello, elegir decisores políticos solventes y competentes en la materia, que velen por el interés general y no solo por el suyo familiar y patrimonial. Y demandar que juezas y jueces estén debidamente formados en sostenibilidad, como lo han necesitado estar, por ejemplo, en igualdad (de género).

En definitiva, que necesitamos urgentemente pasar de pantalla, de una sucia, subyugante, ardiente y fósil, a una limpia, emancipadora, fresca y solar. ¿Quién da la vez?

Llevo algunos meses dedicando casi a diario un poco de tiempo a tratar de aprender sobre un asunto que es crucial.

Más sobre este tema