Vuelva usted mañana 2.0

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Una mujer se entera de que tiene derecho a una nueva ayuda autonómica. Acude a las dependencias pertinentes, pero sólo consigue hablar por teléfono con una funcionaria que trabaja en el otro edificio. Le informa mal: vuelva mañana con todos estos papeles requeridos para una ayuda que resultará no ser la que le corresponde. Otra funcionaria, a esta sí la llega a ver, le dice: vuelva, pero con todo hecho telemáticamente, que aquí ya no lo hacemos. Esa mujer, mayor de 60 años y que vive ajena al ordenador, se siente impotente. A sus tres hijas les compraron desde adolescentes todo lo que iban necesitando: la equipación completa del PC, el portátil de irse a la universidad, hasta el primer Mac después. Ellos dos estudiaron cuando todo eso no existía y sus profesiones no tienen ningún componente digital. Ella, como tantas madres de los que emigraron con la crisis de 2008, no tocó el PC de la casa hasta que tuvo que aprender a hablar con sus hijas por Skype (lapicerito, lapicerito, lapicerito).

Una de sus hijas ha vuelto a la ciudad. Deja su trabajo una mañana para acompañarla en la peregrinación de las dependencias pertinentes. La señora ha conseguido todos los papeles. Dos horas, cuatro funcionarias y borbotones de coraje después, la hija descubre que la ayuda a la que tiene derecho su madre es otra. Comienza una coreografía burocrática que enhebra discretamente desde su iPhone porque ha decidido hacer una prueba: presentarse con su madre en las dependencias pertinentes para ver hasta dónde no asiste la administración pública. –¿Pero tú no te manejas con el ordenador?, repiten una funcionaria seguida de la otra y la otra. –¿Y la gente que no tiene hijos? ¿Y la gente que no tiene ordenador? ¿Y toda la gente de esta ciudad despoblada que no tiene a sus hijos aquí? ¿Qué hace toda esa gente para hacer sus trámites?, repite la hija todas las veces, en todas las ventanillas, borbotón de coraje a borbotón.

-Ahí hay unos ordenadores, pero nosotras no podemos hacerle la solicitud (lo dejan claro una vez más). A la pregunta de qué pasa si viene una persona sola que no sabe hacerlo, las empleadas públicas dicen: –Pues a pagar una asesoría. La hija quiere gritar ¡la asesoría son estos dos edificios!, pero empieza el trámite porque el reloj tampoco conoce la piedad.

Nos llenamos la boca con la “soledad no deseada” y “la salud mental” mientras normalizamos que el presente no sea accesible para todos

La aplicación de la solicitud se cuelga una o dos veces en cada apartado. Las funcionarias dicen que ellas no tienen ni idea de cómo solucionarlo, que llame a la oficina de la capital. Después de hablar con dos funcionarias vía telefónica, un técnico le cuenta que esa administración pública que se las da de modernísima y no ofrece gestiones presenciales a sus ciudadanos ha creado una plataforma que “da muchísimos errores desde el primer día”. Por ejemplo, deja de funcionar si pones tildes. Si-pones-tildes.

La hija siente que ese edificio hostil se va a cerrar sobre sus cabezas sin haber completado la solicitud. Va rápido, pero comprueba todo. Hablará otras dos veces con el técnico. Las funcionarias imprimen la solicitud telemática para que la firme físicamente la madre y la escanean. Es la hora de comer. Hace unos años, la madre habría llegado sin fatigas a la oficina con un formulario cumplimentado y firmado ya a mano en casa. El trámite habría durado unos minutos, con una sola funcionaria que lo recogiera y sellara habría bastado. Para esta revolución digital, sin embargo, hicieron falta una decena de trabajadores, una hija, una mañana entera y dos disgustos

La administración pública y los bancos están dejando atrás a muchísima gente en sus gestiones más básicas. Lo llaman brecha digital, pero a mí me parece una forma de maltrato hacia las personas más o menos mayores que, por infinidad de razones, no saben o no pueden hacer los trámites telemáticamente. Lo justo es que cualquiera pueda elegir entre completar sus gestiones de manera presencial, con ayuda humana, o vía internet. Nos llenamos la boca con la “soledad no deseada” y “la salud mental” mientras normalizamos que el presente no sea accesible para todos. Si la ineficiente burocracia española, como ya la describió Mariano José de Larra en 1833, nos espanta y desespera a quienes trabajamos continuamente con un ordenador e internet, imaginemos lo abrumadora que puede resultar para quienes no lo hacen. La digitalización es un avance innegable cuando cumple dos condiciones: no ser una barrera y, digamos, funcionar. El curso pasado, las taquillas digitales de la piscina municipal me trajeron por la calle de la amargura porque todos los días fallaban a la hora de recoger las cosas. Este año se han rendido y les han puesto candados.

Una mujer se entera de que tiene derecho a una nueva ayuda autonómica. Acude a las dependencias pertinentes, pero sólo consigue hablar por teléfono con una funcionaria que trabaja en el otro edificio. Le informa mal: vuelva mañana con todos estos papeles requeridos para una ayuda que resultará no ser la que le corresponde. Otra funcionaria, a esta sí la llega a ver, le dice: vuelva, pero con todo hecho telemáticamente, que aquí ya no lo hacemos. Esa mujer, mayor de 60 años y que vive ajena al ordenador, se siente impotente. A sus tres hijas les compraron desde adolescentes todo lo que iban necesitando: la equipación completa del PC, el portátil de irse a la universidad, hasta el primer Mac después. Ellos dos estudiaron cuando todo eso no existía y sus profesiones no tienen ningún componente digital. Ella, como tantas madres de los que emigraron con la crisis de 2008, no tocó el PC de la casa hasta que tuvo que aprender a hablar con sus hijas por Skype (lapicerito, lapicerito, lapicerito).

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