Antonio Fernández Alba, filósofo de la arquitectura y de la lengua

Javier Rivera Blanco

Arquitecto y maestro de la forma, de la materia y del espíritu, Antonio Fernández Alba (fallecido este martes a los 96 años) conjugó su capacidad constante para no desfallecer en el trabajo a pesar de su posición progresista en las ideas, depresivo ante el futuro, pero siempre ilusionado por construir, por dibujar, por publicar hasta el último momento de sus fuerzas.

Se tituló en la Escuela de Arquitectura de Madrid en 1957 y se vinculó a grupos artísticos de vanguardia como El Paso y siempre atento a los movimientos de última generación. Tuvo un reconocimiento fulgurante en los años 60, 70 y 80 con numerosos discípulos, pero también con influencia notable en los ámbitos artísticos madrileños de la mano de Santiago Amón y otros críticos del momento.

La universidad también consideró su importancia al nombrarle Doctor Honoris Causa por las de Valladolid (en 1993, en la que tuve la fortuna de ser su padrino de investidura), Alcalá de Henares (2002) y Cartagena (2007). El Ministerio de Cultura y sus compañeros de profesión le otorgaron el Premio Nacional de Arquitectura (1963) y la Medalla de Oro del Consejo Superior de Arquitectos (CSCAE).

Pero también se distinguió por valorar el trabajo del arquitecto en el pasado construido colaborando en la renovación de la restauración y el patrimonio en España después con personalidades como Javier Solana, Dionisio Hernández Gil y otros, lo que le fue reconocido con premios como el Nacional de Restauración (1980) y el premio nacional ARPA (2004), por trabajos notables como la cúpula de la Clerecía de Salamanca, el Observatorio Astronómico de Madrid, el Museo Reina Sofía, el Pabellón Villanueva del Real Jardín Botánico, el palacio de la duquesa de Éboli en Pastrana, que le convirtieron en un especialista seguido por los jóvenes profesionales, caso extraño entre los grandes maestros de la arquitectura (con la también rara excepción de Rafael Moneo), pues otros importantes maestros abandonaron la restauración tras los primeros impulsos, para dedicarse solo a la arquitectura nueva, como De la Sota y Sáenz de Oíza.

Entre sus obras merecen destacarse las que representan su etapa organicista. El convento del Rollo de Salamanca mostró su maestría con el material y la creación de nuevas tipologías. En esta ciudad (colegio Hernán Cortés) y en Madrid (Colegio de N. S. de Santa María, colegio de Loeches) realizó innovadores edificios educativos también para universitarios estudiados por varias generaciones de arquitectos. En Valladolid construyó la Escuela de Arquitectura (proyecto originario para Canarias y para un instituto de enseñanza media), luego ampliada. En la vecina Alcalá de Henares realizó muchas obras, destacando la rehabilitación del Colegio de la Compañía de Jesús en Facultad de Derecho, con otro gran arquitecto, su hermano Ángel. Suyos son edificios tan conocidos como el Tanatorio de la M-30, el Centro de Ciencias sociales y humanas o el también Centro de Investigaciones Biológicas del CSIC., la Facultad de Derecho de la Autónoma. Suya es también la famosa tortuga o entrada a la estación del metro de Madrid que con tanta potencia e inteligencia se enfrentó al pasado y a la historia de toda la Puerta del Sol madrileña.

Escribió numerosísimos libros y artículos de filosofía de la arquitectura, de historia, de sus propias obras mostrando siempre una preocupación constante por relacionarse con el mundo iberoamericano y español más modernos.

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Javier Rivera Blanco, catedrático de la Escuela de Arquitectura de Alcalá.

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