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Bertrand Russell y las religiones

Francisco Javier López Martín

Bertrand Russell acaba de cumplir 150 años. Es recordado como matemático y filósofo, como pacifista y activista contra la guerra de Vietnam, contra la proliferación de las armas nucleares, aunque en otros ámbitos es más conocido por libros como Por qué no soy cristiano (1927), una recopilación de trabajos en los que aplica la lógica a las ideas propugnadas por el cristianismo.

Hoy en día es considerado uno de los libros más influyentes del siglo XX en la lista de Libros de la Centuria, publicada por la Librería de la Universidad de Nueva York. Por qué no soy cristiano es un compendio de conferencias, ensayos y artículos encabezados por la conferencia pronunciada por Bertrand Russell, con ese mismo nombre, en el Ayuntamiento de Battersea (Londres), a petición de la Sociedad Nacional Secular.

Sin embargo, esas opiniones fueron determinantes para que en 1940 la Corte Suprema de Nueva York le prohibiera dar clases en el City College de la Universidad de Nueva York, considerándole indigno de esa tarea. Es cierto que sus opiniones sobre la religión tuvieron mucho que ver, pero también las que formuló por aquellos años sobre libertad sexual y moralidad.

El propio Russell no tenía muy claro si debería definirse como agnóstico o como ateo, teniendo en cuenta que no se sentía capaz de demostrar que no existiera Dios, o que no existiera ningún Dios. De alguna manera se enfrentaba al mismo dilema de Karl Marx cuando afirmaba que la religión era el opio del pueblo.

No es la religión, en ninguno de los dos casos, la causa de los males del pueblo. Es más, Marx reconoce que “la miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra esa miseria. La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado y el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo”.

Russell, como ya hizo Marx, dedica sus esfuerzos no tanto a combatir las religiones como a desvelar el miedo que alimenta la religión y denunciar las mentiras, las falsas ilusiones, las esperanzas adormecedoras, las infundadas promesas de una vida mejor después de la muerte, ignorando que tal vez sería mejor dedicar los esfuerzos humanos a mejorar la vida real que tenemos.

Desde su infancia Bertrand Russell se rebeló contra las ideas impuestas y los axiomas matemáticos irrefutables. Más tarde, como matemático y filósofo, formuló su paradoja de Russell, desvelando las contradicciones existentes en la teoría de conjuntos formulada por Friedrich Frege.

Russell era un rebelde, también un escéptico. Dedicó muchas horas a reflexionar sobre las matemáticas, pero también sobre la condición humana. Sus reflexiones sobre la religión no eran monotemáticas, eran otra forma de hacer un llamamiento a cuestionarse nuestras formas de vida, nuestra libertad.

Aunque el título de su libro es bien explícito, Por qué no soy cristiano, no por ello deja de considerar los efectos nocivos de cualquiera de las grandes religiones del mundo, desde el budismo al hinduismo, del cristianismo al islam, al judaísmo, o al fascismo, o el comunismo (a los que considera igualmente otras formas de religión) y sus producciones de grandes guerreros, gobernantes despóticos, dogmatismos que producen guerras y muertes, hasta desembocar en personajes brutales como Hitler, como Stalin, o en escenarios dramáticos, como la amenaza de un conflicto atómico.

Un recuerdo, una memoria, un ejemplo imprescindible en estos días en los que las religiones son utilizadas para justificar y bendecir el poder del progreso, del imperio económico y de la máquina inteligente

Russell dedicó muchas horas a la moral, a la ética, al poder en los hombres y en los pueblos. Porque de eso se trataba, de poner en cuestión los mecanismos de cualquier organización religiosa, política o social, para dirigir la voluntad de las sociedades, ya fuera por métodos represivos directos, utilizando el poder desnudo, recurriendo al poder económico, o por la utilización de la propaganda que termina produciendo adhesiones y persuasión.

Bertrand Russell, azote de dogmáticos, de gobernantes endiosados, de dioses utilizados para sembrar el miedo, de fanáticos ególatras, de organizaciones entregadas al absurdo objetivo de alcanzar el poder como fin en sí mismo. Un recuerdo, una memoria, un ejemplo imprescindible en estos días en los que las religiones son utilizadas para justificar y bendecir el poder del progreso, del imperio económico y de la máquina inteligente.

Transitamos al borde del precipicio y necesitamos pensadores, escépticos, lógicos matemáticos, filósofos del lenguaje que se arriesguen a formular teorías como la de las descripciones que Russell nos presenta en su ensayo Sobre la denotación. 

Necesitamos personas que reflexionen sobre las paradojas del lenguaje en relación con las paradojas matemáticas. Personas capaces de unir Filosofía y Ciencia. Hoy, con mayor dureza aún que en el tiempo en que vivió Russell, lo que está en juego es si permitiremos que los seres humanos, los seres vivos, sean sometidos a los designios de los dogmas, sean perseguidos por sus ideas y sus creencias, vean sacrificada su libertad en aras de un pensamiento único, políticamente correcto y acaben convertidos en seres humanos “mejorados”.

Necesitamos a Bertrand Russell para intentar descubrir qué habría pensado de este mundo virtual, de los metaversos transhumanos, de la falta de alternativas, ni otras opciones posibles, de ese mundo en el que intentan ubicarnos, gobernado por quienes sólo se ocupan de ver crecer su dinero y de obtener más poder. Necesitamos a personas libres en su pensamiento por incómodas que terminen resultando sus ideas.

150 felices años de aquel hombre que quiso un mundo más libre, menos violento, más cooperativo, en el que la educación forjase mentes y corazones abiertos. Bertrand Russell, el pensador, filósofo, matemático, amante de la libertad, escéptico, pero comprometido con la vida hasta pagar el precio de la cárcel, o la persecución por defenderla.

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Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013.

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