Cinco principios básicos sobre la relación entre inflación y desigualdad

Fernando Luengo Escalonilla

El primero de estos principios es que una de las causas, la más relevante en mi opinión, que explica la inflación actual reside en el poder oligopólico de las corporaciones, que no ha dejado de aumentar a lo largo de la historia del capitalismo y muy especialmente durante las últimas décadas. Esta posición dominante de las grandes empresas en todos los sectores de la actividad económica (no sólo en las esferas energética y financiera), tanto en su calidad de oferentes como de demandantes de bienes y servicios, les permite fijar precios, en lugar de tomarlos como un dato fijado desde los mercados, operando de esta manera con márgenes de beneficio extraordinarios. En un contexto como el actual, dominado por la guerra de Ucrania y la geopolítica de la confrontación, que está provocando un importante desorden en los mercados, han aprovechado ese poder para fijar unos precios muy superiores a los costes de producción y mantenerlos en el tiempo, obteniendo unas ganancias que han ido a parar, sobre todo, a los ejecutivos y principales accionistas.

El segundo principio es que, por el lado de los damnificados, la inflación no perjudica a todos por igual. El intenso y persistente aumento de los precios lo sufren en mayor medida los grupos de población que se encuentran en posición más vulnerable y los trabajadores que cuentan con escasa o nula capacidad para anticipar o conseguir avances en sus ingresos que les permitan mantener su capacidad adquisitiva, que se ha deteriorado de manera sustancial. También afecta negativamente a aquellas empresas -especialmente pequeñas y medianas- que no están en condiciones de repercutir sobre sus clientes el aumento experimentado en los costes. En definitiva, unos pocos ganan y muchos pierden con la inflación.

Una tercera cuestión a considerar es que las políticas llevadas a cabo por el Banco Central Europeo (BCE) y el resto de bancos centrales para aminorar las tensiones inflacionistas, que se justifican no sólo por las bondades macroeconómicas asociadas a la moderación de los precios sino también por los beneficios sociales que supuestamente proporcionan, en realidad tienen un enorme coste en términos de desigualdad. El encarecimiento del precio del dinero, aumentando los tipos de interés, herramienta fundamental utilizada por el BCE para contener el crecimiento de los precios, favorece a los propietarios de los activos financieros e inmobiliarios y las posiciones acreedoras de los grandes bancos, al tiempo que perjudica las cuentas de las administraciones públicas, altamente endeudadas desde la irrupción de la pandemia, y las de las personas, familias y empresas cuya situación financiera se encuentre asimismo comprometida por los altos niveles de deuda contraídos.

El intenso y persistente aumento de los precios lo sufren en mayor medida los grupos de población que se encuentran en posición más vulnerable y los trabajadores que cuentan con escasa o nula capacidad para anticipar o conseguir avances en sus ingresos

Un cuarto principio que subyace en la intervención de los bancos centrales consiste en suponer que existe un cierto nivel de desempleo (tasa de paro no aceleradora de los precios, NAIRU en inglés) que es necesario alcanzar para mantener bajo control la tasa de inflación. Se presupone, errónea e ideológicamente, la existencia de una secuencia que hay que romper si se quiere mantener estables y bajos los precios, que el BCE sitúa en el entorno del 2%. Esta secuencia “perversa” plantea que un alto nivel de ocupación, presiona al alza las retribuciones de los trabajadores y, por lo tanto, los precios; ignorando que, en realidad, los relativamente altos niveles de ocupación apenas están repercutiendo sobre los salarios y que éstos han quedado muy por debajo de la progresión del índice de precios al consumo. Imperturbable el BCE, uno de los objetivos de las políticas monetarias restrictivas, no formulado explícitamente, sería alcanzar ese nivel de "necesario" de desempleo, que se lograría al impactar los altos tipos de interés sobre la actividad económica, desacelerando su crecimiento o provocando una recesión, con las negativas consecuencias ocupacionales que se derivarían de esa situación.

El quinto y último de los principios que quiero poner sobre la mesa es que suavizar o contener el crecimiento de los precios, objetivo número 1 del BCE, en absoluto garantiza la reducción en los niveles de desigualdad. No sólo por los factores que he señalado antes, sino porque, en definitiva, en las economías capitalistas operan mecanismos estructurales que apuntan a la desigual relación de fuerzas entre el trabajo y el capital, en beneficio de este último, también, por la naturaleza del propio modelo económico, sostenido en el imperio de las lógicas mercantiles y la ocupación y debilitamiento de lo público. Todo ello ha conducido a un aumento de la inequidad; aumento que se ha generado en periodos de estabilidad de precios o incluso de deflación (cuando se han situado en tasas de variación negativa), y también en fases de crecimiento económico; de hecho, los umbrales de desigualdad han estado aumentando a lo largo de las últimas décadas.

Estamos, pues, ante un debate fundamental para las izquierdas, que desde luego entra de lleno y cuestiona el contenido de la estrategia y la razón de ser de los bancos centrales, pero que también apunta al contenido mismo de las políticas económicas y los intereses de clase que defienden. Hasta ahora, estas y otras cuestiones de fondo han quedado orilladas o bien reducidas a declaraciones retóricas. ¿Será posible en medio de la turbulencia postelectoral entrar en las cuestiones clave que determinan el contenido de esas políticas? ¿Saldrá ese debate del territorio amurallado de los expertos y de los profesionales de la política?

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Fernando Luengo Escalonilla es economista.

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