¿Y 3? Sobre consentimiento, violencia e intimidación

Joan Carles Carbonell Mateu

Título así este comentario porque es el tercero de los que realizo en infoLibre sobre la L.O. 10/2022 de Garantía de la Libertad Sexual (ver aquí y aquí) y, por lo que parece, el primero sobre la norma que la rectifica o, más bien, sobre la significación de lo que se pretende modificar.

Es preciso destacar, en primer lugar, que reformar la ley es una decisión de contenido, que muy poco tiene que ver con “solucionar el problema”; esto es, con resolver la cuestión de las múltiples revisiones de sentencia producidas por la rebaja de las penas. Ese “problema” es sencillamente insoluble: sus consecuencias, que deben estar próximas a agotarse por otra parte, como ya se ha explicado suficientemente, no pueden pararse por la eficacia retroactiva de la Ley que se pretende modificar y por la necesaria irretroactividad de la que la modifique. Todos los hechos ocurridos con anterioridad a la entrada en vigor de la norma (contra)rreformadora se castigarán conforme a la ley del solo sí es sí.

Por tanto, reformar dicha ley es, necesariamente, una decisión de fondo: se modifica no para evitar los efectos indeseados que ha producido y que seguirá produciendo, sino para alterar su contenido; es, por tanto, una enmienda, no en el sentido parlamentario pero sí en el político, y si se quiere no a la totalidad pero, desde luego, sí al significado de la norma. La ley es mejorable, se dice, y la vamos a mejorar. Es verdad que sólo las consecuencias penales son las puestas en claro cuestionamiento.

Se opta, en primer lugar, por subir las penas, lo que resulta una solución muy poco novedosa; es a lo que estamos acostumbrados: ante cualquier problema, la solución es el punitivismo. En este caso, además, se hace escandalizados ante una rebaja que pretendía dar una respuesta diferente. Con todo, no es ése el problema más grave ni el objeto más importante de la discusión que mantienen las dos partes del Gobierno.

La reforma incide, por mucho que se pretenda eludir o negar la cuestión, en la falta de consentimiento de la víctima como eje de la punición de la conducta. Y lo hace al introducir en el artículo 178 un subtipo que castigará con penas más graves la concurrencia de la violencia e intimidación. Eso obligará, como es absolutamente exigible en un Estado de Derecho, a su prueba. Y a la de que la víctima se resistió a las mismas. Y ello no es otra cosa que la reintroducción de la diferencia de las viejas categorías de abuso y agresión, aunque no de sus títulos de imputación; ahora serán agresiones sin violencia ni intimidación y agresiones con violencia o intimidación. Y será la concurrencia de éstas la que recuperará el eje sobre el que gire el castigo de las acciones sexuales. Solo cuando esa posición la ocupa el consentimiento o su ausencia, se comprende la naturaleza de delito contra la libertad (en este caso sexual, pero, en definitiva, libertad, es decir, capacidad de autodeterminación personal para decidir lo que se quiere hacer y lo que no se quiere hacer) de las personas.

La discusión política podría suavizarse con mejor voluntad por ambas partes. Si tanto socialistas como Unidas Podemos están de acuerdo, como parece, en incrementar algo las penas, el planteamiento de la proposición de reforma debería limitarse a eso

En mi opinión, la discusión política podría suavizarse con mejor voluntad por ambas partes. Si tanto socialistas como feministas (posición en la que se ha situado Unidas Podemos) están de acuerdo, como parece, en incrementar algo las penas, el planteamiento de la proposición de reforma debería limitarse a eso. Y, en todo caso, a una simple mejora técnica en la referencia a la violencia y la intimidación. Porque la norma que se pretende modificar no es ajena a estos conceptos. El actual número 2 del artículo 178 ya los recoge para considerarlos, en todo caso, comprendidos entre las agresiones sexuales, en los siguientes términos: "A los efectos del apartado anterior, se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuya situación mental se abusare y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad". Si se quiere, la pena de uno a cuatro años puede convertirse en prisión de dos a cinco en todas las agresiones no consentidas, e imponerse en su mitad superior cuando concurran las circunstancias del párrafo segundo.

Eso evitaría la creación de un subtipo, mantendría la redacción anterior (lo que suavizaría el choque político), obligaría a la imposición de la pena con la simple comprobación de que no hay consentimiento en los términos exigidos por la ley e impediría la imposición de penas inferiores a tres años y seis meses cuando concurran las aludidas circunstancias; es decir, alcanzaría la pretendida superación de los “algo más que problemas” detectados, en palabras del presidente del Gobierno, sin alterar el núcleo esencial de la norma que se pretende “mejorar”.

No hace falta nada más; como mucho, incluir Disposiciones Transitorias, aunque es discutible que vayan a tener influencia en los efectos de la entrada en vigor de la nueva norma. Empeñarse en modificar la ley sin respeto a su significado esencial sí supondrá la creación de un problema de gobernabilidad absolutamente innecesario, porque, como ya se ha dicho, un error no se soluciona cometiendo otro, sino buscando un consenso que, sinceramente, me parece muy lejos de lo imposible. Y rectificar con consenso puede ser un paso importante para evitar que acaben siendo otros los que impongan un retroceso radical.

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Joan Carles Carbonell Mateu es catedrático de Derecho Penal en la Universitat de València.

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