… Que mueve molinos Raquel Martos
¿Podemos contener los discursos de odio desde las aulas? Nuestra democracia, en juego
Se cuenta que para Charles Chaplin la introducción del cine sonoro en sus películas no fue tarea fácil. El genial cineasta se rindió definitivamente a la palabra hablada en el famoso discurso final de El gran dictador (1940), lleno de referencias ideológicas y cargado de un enorme simbolismo sobre las consecuencias del capitalismo y el auge de los regímenes totalitarios que tanto ha caracterizado la historia de occidente en el siglo XX.
Pero ya en otra obra clásica de unos años antes, Tiempos modernos (1936), Chaplin había flirteado con la voz, en ese caso para introducir diálogos casi inconexos y frases sueltas que no se oían por el rugir de las máquinas en una fábrica de producción en cadena. Se anunciaba, así, otra metáfora de nuestra era: el ser humano sucumbiendo definitivamente a la industrialización voraz y al crecimiento fabril desmesurado, con el simple motivo de la acumulación de capital y la alienación del individuo.
Estos ejemplos —podríamos poner muchos más— nos demuestran que lo lingüístico es político, y lo educativo por supuesto que también lo es. Por ende, la configuración del programa de una materia como Lengua, por muy asépticos o neutrales que queramos ser, no puede quedar fuera del debate ideológico, a pesar de que cualquier aula debe ser un lugar donde se forjen las bases de la libertad de pensamiento.
Decía el filósofo Emilio Lledó en Sobre la educación (2018) que “no se trata solo de poder decir, de poder expresarse sino de poder pensar, de aprender a saber pensar para, efectivamente, tener algo que decir.” Ese es el papel de la escuela en un momento de fractura social, de polarización y de enfrentamientos constantes que dividen y entorpecen la convivencia pacífica: enseñar a tener algo que decir.
Nuestra Constitución, en su artículo 27, dicta que todos tienen derecho a recibir una educación proporcionada por el Estado que tenga por objeto “el libre desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. En ese sentido, resulta imprescindible el papel activo de cualquier profesional de la enseñanza en busca de frenar los discursos de odio; ello debe tener como fin que los jóvenes valoren la trascendencia de la diversidad y, sobre todo, que aprendan a respetarla. Eso no es, ni mucho menos, adoctrinar, sino velar por el cumplimiento de nuestras leyes.
La exposición constante de los chicos y chicas fuera de las aulas a multitud de mensajes sobre todo en redes sociales que alientan a la quiebra del pluralismo, de la paz y del sentido de las diferencias, me lleva a pensar que, más que nunca, es el momento para reforzar la relación existente entre educación y democracia. Hay mucho en juego: ni más ni menos que el proyecto de bienestar individual y colectivo que hemos intentado construir entre todos durante cerca de cincuenta años.
Soy de los que piensa que sí, que desde las aulas puede hacerse una importante contribución para ponerle freno a la propagación imparable de los discursos de odio. Es papel de los poderes públicos, a través de sus trabajadores en la educación reglada, impulsar el trabajo escolar para convertir los centros en un espacio ético común en el que abiertamente se puedan señalar qué comportamientos y acciones van en contra de las libertades fundamentales y los derechos humanos. Si no se hace desde la escuela, ¿desde dónde se va a hacer?
Dar con normalidad una clase mientras se viraliza la mentira, la crispación y la violencia en los móviles que nuestro alumnado guarda dentro de sus mochilas no es el camino
Estoy absolutamente seguro de que, en un clima de escucha y tolerancia, nuestros chicos y chicas aprenden más y mejor, también los saberes digamos más “tradicionales". La expansión de bulos y la sobreexposición a un ambiente de crispación provocado por la división y los radicalismos conducen no solo a fragmentar a la opinión pública, haciéndola girar hacia posiciones más extremas, sino a desviar el foco hacia realidades construidas mediáticamente mediante la manipulación. Un ejemplo claro es la percepción que la sociedad está teniendo sobre la situación de la inmigración, que ahora mismo según el CIS pasa a ser el principal problema de la ciudadanía española.
Es como pretender que nuestros hijos o hijas se centren y tengan un ambiente de estudio adecuado en un hogar donde la única nota que suena es la de la crispación. No sé ustedes, pero si sobrevuela de forma irremediable la instauración de esa sociedad plagada de agujeros y no hay vuelta atrás, al menos yo no voy a sentir que sea el hábitat más idóneo para que mis hijos disfruten aprendiendo y sientan curiosidad por querer seguir haciéndolo a lo largo de sus vidas. A la par, tendrán dificultades para ir descubriendo los entresijos de una sociedad rendida a la manipulación y las noticias falsas.
Lo hemos visto con la reciente serie La fiebre, que recomiendo. A partir de un suceso aislado relacionado con el mundo del fútbol, se produce una confrontación nacional que divide al país, tensa las relaciones sociales, dispara el interés por la polémica y distorsiona la realidad sobre, en este caso, la situación francesa en cuanto a su diversidad cultural y las diferentes posiciones frente al racismo.
Dar con normalidad una clase mientras se viraliza la mentira, la crispación y la violencia en los móviles que nuestro alumnado guarda dentro de sus mochilas no es el camino. El tejido ético que siempre tienen las palabras, el trasfondo del lenguaje, el valor de lo que decimos y los callamos reproduce situaciones de poder o dominación ante las que una clase ordinaria, como grupo humano, no permanece ajena.
Por eso es función del profesorado cuidar y hacer que se cuide cómo se expresan nuestros jóvenes en el entorno escolar, cómo defienden sus argumentos, cómo hilan sus ideas y de qué manera rebaten las opiniones del otro. Lo lingüístico, en ese sentido, es clave, y es ahí donde radica la importancia transversal de la llamada competencia comunicativa.
Si, como decía Carol Hanisch, “lo personal es político”, el impulso definitivo del humanismo en cada rincón de la enseñanza debe hacernos recuperar al profesorado una actitud hasta cierto punto beligerante pero altamente profesional. Una forma de estar pedagógica que nos lleve a despertar una conciencia colectiva sobre los grandes problemas de nuestro tiempo. Porque, mientras las personas continúen atrapadas en el engranaje de esa maquinaria del odio que tanto interés mediático suscita hasta atrapar cualquier forma de atención, la convivencia plural seguirá siendo un bien desprotegido, un pilar vulnerable. Y si desde la escuela se puede hacer algo, se hace: nuestra democracia está en juego.
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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info.
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