'El Correo': ¿el problema de España es la corrupción política?

Miguel Martín

A ritmo de Lobo de Wall Street, el filme El correo (2024), dirigido por Daniel Calparsoro y protagonizado por Arón Piper, nos adentra en las corruptelas que se entretejieron durante la primera década del siglo XXI en España por parte de una clase política sin grandes ideales y fácil de corromper por prohombres del ladrillo. Todo ello con el beneplácito de una sociedad complaciente y cegada por el boom inmobiliario que pensó que podía enriquecerse ilimitadamente comprando y revendiendo pisos.

Durante el desarrollo de la trama desfilan distintos personajes que revelan de un modo superficial, pero efectivo, cómo valores como el esfuerzo y el sacrificio pueden ser devorados fácilmente por la ambición y el egoísmo de usureros y especuladores disfrazados de emprendedores. Un dilema moral al que se enfrenta el protagonista de la película y que resuelve de un modo rápido y sencillo a través del dinero, “poderoso caballero” que le abre las puertas a un mundo artificial de lujo y desenfreno reservado a una selecta minoría con gustos tan extravagantes como banales. Recordemos aquellas brillantes declaraciones del líder de Nuevas Generaciones de Madrid en las que prometía a todos sus afiliados listas exclusivas, chupitos y acceso preferente a las mejores discotecas de la ciudad.

A este respecto, de cara al espectador, sin duda es un acierto la elección del intérprete principal, ya que automáticamente nos reenvía a la serie que lo catapultó hacia la fama internacional: Élite, cuyos protagonistas —la mayoría hijos de gente de bien— dedican la totalidad de su tiempo libre a asistir a discotecas exclusivas u organizar fiestas en sus urbanizaciones y mansiones de lujo. Algo que de nuevo vuelve a mostrarse explícitamente en esta película.

Lo que no es tan comprensible se produce en la recta final del filme, momento en el que la periodista Ana Pastor interviene en la historia con el fin de cuestionar al personaje principal sobre la ética de su comportamiento. Pastor, como periodista, se pregunta por qué —con el dinero de todos— decidió optar por una vida de privilegios cuando ese dinero se podía haber invertido en la construcción de colegios y hospitales. Una reflexión tan simple como absurda que a mi modo de ver queda completamente deslegitimada con la información que aparece justo después, cuando se muestran imágenes y datos relativos a la corrupción en España.

Concretamente se dice que la cantidad de dinero saqueado de las arcas públicas a través de este tipo de tramas se calcula en aproximadamente 9.000 millones de euros. Sin duda, una cifra escalofriante con la que efectivamente se podrían haber realizado otras muchas acciones, pero en ningún caso suficientes para revertir la desigualdad y empobrecimiento que gradualmente se ha extendido entre el conjunto de la clase trabajadora.

De hecho, si comparamos esta cantidad, por ejemplo, con los últimos presupuestos del Estado, los cuales ascendían a 426.000 millones de euros en la partida de gastos, lo defraudado por corruptelas durante años representaría apenas el 1,7% del presupuesto de un solo año de un país como España. Un porcentaje que se vería mucho más reducido si tomásemos en consideración todo lo invertido por parte del Estado en pensiones, infraestructuras, defensa, sanidad, educación o cultura desde el inicio del presente siglo.

Sobre la base de esta información, ¿es honesto afirmar que la corrupción protagonizada por la clase política ha sido la principal causa de haber puesto en jaque nuestro Estado del bienestar? Sinceramente, creo que es equivocado y simplista concluir eso. Pocas personas se han beneficiado de mucho dinero público, pero ese importe representa una cantidad nimia en comparación con lo que el Estado ha invertido en diferentes proyectos e iniciativas correspondientes a partidas que van más allá de proveer a la población de hospitales y colegios. 

Si se debe ejercer una crítica al ámbito político en relación con el empeoramiento de nuestras condiciones de vida no debería circunscribirse únicamente a la corrupción. Creo que habría que hacer una lectura más seria y rigurosa sobre cómo se emplea el dinero público de forma aparentemente legal. Porque quizá el problema, más allá de quienes nos representan públicamente, se encuentra en el funcionamiento de nuestro sistema social y económico. De hecho, por mucho que los contratos y licitaciones se hiciesen siguiendo la estricta rigurosidad de la ley, eso no cambiaría que empresas como Clece —perteneciente al conglomerado empresarial del omnipresente Florentino Pérez— fuese la beneficiaria de múltiples adjudicaciones promovidas por el sector público en materia de servicios (comedores, residencias, atención a la dependencia, etc.).

Un modelo social que nos atomiza, nos encierra en nuestra propia individualidad y nos empuja a ser egoístas e indiferentes frente a la vulnerabilidad que nos rodea

Otro ejemplo lo representan las ganancias de la banca española en el último año, que ascienden a 26.000 millones de euros, más de tres veces lo que se ha saqueado durante décadas por decenas de redes de corrupción política. ¿Cuánto de lo ganado por los bancos se redistribuye a la sociedad o a quienes tienen depositados sus ahorros en ellos? Por no hablar de las numerosas inversiones en proyectos completamente legales, pero cuya productividad —más allá del beneficio económico de unos pocos— es completamente nulo. 

Un estudio más ambicioso sobre la corrupción fue el que se impulsó por parte de Los Verdes en el conjunto de la Unión Europea, a partir de cuyo trabajo se elaboró un informe que también aludía a la corrupción privada y que señalaba que este tipo de prácticas en un país como España tenía un coste de 90.000 millones de euros al año, casi 2.000 euros per cápita. ¿Cuántas subvenciones se destinan a terrenos agrícolas que no producen nada? ¿Cuántos sobrecostes injustificados tienen las grandes infraestructuras? ¿Quiénes se están apropiando de las inversiones en energías renovables? 

El problema no se limita únicamente a los Bárcenas, Correas y Bigotes de turno. En lo tocante a nuestra estructura económica y sistema productivo hay un serio problema que se debe abordar en el conjunto de la UE. La creencia ciega de que la generación y distribución de riqueza debe dejarse en manos del sector privado, el mercado y la libre competencia nos ha conducido a una situación en la que todos los estados de nuestro entorno, incluido España, han desmantelado gradualmente o se han desprendido de estructuras públicas que ejercían un importante papel en sectores estratégicos como la banca, la energía, las telecomunicaciones, la gestión del agua o la producción de alimentos. 

Y con ello, la ciudadanía, inmersa en una constante lógica de consumo, se ha visto cada vez más incapaz y desprovista de herramientas para emprender proyectos colaborativos que incidan positivamente sobre su entorno y las personas que en él habitan. Un modelo social que nos atomiza, nos encierra en nuestra propia individualidad y nos empuja a ser egoístas e indiferentes frente a la vulnerabilidad que nos rodea. Prueba de esta actitud, por ejemplo, es la tendencia que se ha instalado en ciudades como Madrid, donde el excesivo precio de los alquileres ha conducido a que avispados emprendedores vean como una oportunidad de negocio comprar pisos para posteriormente arrendar sus respectivas habitaciones a estudiantes o trabajadores a precios desorbitados. Tan brillante como improductivo. Pura usura. 

Y a todo esto, ¿dónde se encuentran los poderes públicos? Ayuso tenía razón: el Estado no es quién para decidir a qué precio debe poner el alquiler el propietario de una determinada casa. Sea pues nuestro Estado también propietario de pisos para que el conjunto de la sociedad pueda decidir a qué precio y en qué condiciones puede acceder una persona o familia a una vivienda, que el sector público se reapropie de lo que se liberalizó para que unos pocos especulasen y que Ayuso se convierta en la nueva musa del comunismo libertario. Que así sea.

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Miguel Martín es licenciado en Filosofía por la Universidad de Valladolid, Doctor en Semiótica por la Universidad Complutense de Madrid e investigador de Diacronía.

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