Por qué el decrecimiento no nos salvará de la crisis climática

Pedro Fresco

La descarbonización de la economía es un problema muy complejo, con emisiones de gases de efecto invernadero de muy distinto origen, en sectores muy diferentes y con soluciones diversas en función de la naturaleza de esas emisiones. Esas soluciones, además, son multifactoriales, no solo requieren cambios tecnológicos sino también regulaciones legales, innovaciones fiscales y cambios estructurales. Existe un alto grado de complejidad en este debate y por eso las soluciones son muy específicas en cada caso, sin ninguna solución perfecta porque, en el mundo real, todo tiene pros y contras.

Por eso me disgusta especialmente ver que desde algunos sectores se ofrecen soluciones simples y mágicas, a modo de receta para todo y de simplísimo dogma de salvación. Debemos ser todos muy tontos si estamos permanentemente rebanándonos los sesos para buscar mejores estrategias y soluciones a cada uno de los problemas y sectores cuando hay una solución simple y efectiva. Me cansa cuando se dice que el mercado lo va a solucionar todo con su mano invisible y siento lo mismo cuando se propone otra solución mágica que se lanza casi como si fuese un conjuro: decrecer.

Los seres humanos tenemos una tendencia natural a simplificar todo, avasallados por la enorme complejidad del mundo. A nivel de impactos ambientales hay un pensamiento que es intuitivo: si nuestro impacto es mayor del que es asumible para el planeta, debemos impactar menos. Es sencillo. Si es un problema de consumo de recursos pues consumamos menos recursos por persona. Es igual de simple que decir que si hay demasiado impacto por persona busquemos la manera de ser menos personas. Si fuésemos 1.000 millones de personas nuestros impactos ecológicos globales serían ocho veces menores.

Este pensamiento simple, sin embargo, tiene varios problemas. El fundamental es que es anti-histórico y anti-político, al no atender a la realidad de las sociedades humanas. Lo que es factible en un papel no lo es en la gestión social de un problema, lo que quizá debería representar la primera lección para cualquiera que quiera hacer o influir en normativas o estrategias públicas. Pero no me quiero centrar en eso. El otro problema de este pensamiento es que se originó hace varias décadas en un contexto que no era el del cambio climático, sino los problemas de contaminación y de consumo de recursos. Si estamos consumiendo un 50 o un 100% más recursos de los que el planeta puede regenerar resulta bastante intuitivo pensar que reduciendo nuestro consumo total un tercio o la mitad estaríamos dentro de los límites de consumo aceptables. Sobre el papel es fácil y tiene cierta verosimilitud, porque resulta razonable pensar en un menor consumo material en esos grados. Haciendo las cosas bien se podría hacer probablemente sin pérdidas en el bienestar siempre que las reducciones no fuesen de cosas básicas sino accesorias o absurdas.

Esta idea se ha trasladado directamente a la cuestión climática. Para emitir menos consumamos menos. También parece que tiene sentido. Quizá podríamos coger menos vuelos, usar menos el coche, apagar las luces en casa y secar la ropa al aire libre. Igual con estos cambios reducimos nuestro consumo energético un tercio y, por tanto, las emisiones asociadas. Y problema arreglado. También parece razonable, ¿verdad? Lamentablemente, tengo que decirles que esto es un grave error y ahora les mostraré por qué.

Fíjense en el gráfico anterior. Representa la emisión de CO2 equivalente por persona diferenciado por grupo de renta y región del mundo. Es un gráfico muy interesante porque nos muestra que, por ejemplo, quien está en el 10% más rico de Norteamérica emite, de media, 68,6 tCO2/año mientras que las clases intermedias en América Latina emiten 4,8 tCO2/año, catorce veces menos. Son diferencias enormes que sabemos que tienen que ver con la renta y con el país en el que vivimos. Por datos como estos se suele decir que las clases más adineradas son las mayores responsables del cambio climático, lo que es parcialmente cierto.

Fijémonos en Europa, que es donde pertenecemos. La media de emisión de un europeo está alrededor de 10 tCO2/año ¿Cuánto tendríamos que reducir estas emisiones para estar dentro de los límites de emisiones aceptables? Para saber esos límites podemos tomar como referencia el escenario Net Zero Emissions a 2050 de la Agencia Internacional de la Energía, que es el escenario compatible con mantener la temperatura del planeta por debajo de 1,5 ºC de calentamiento. Este escenario nos indica que las emisiones mundiales deben bajar de los 34 GtCO2/año actuales a aproximadamente 3 GtCO2/año en 2050, o sea, deben dividirse por once. Pero es que, además de eso, debemos pensar en términos de población. En 2050 seremos cerca de 10.000 millones de seres humanos, por lo que deberemos dividir estas emisiones globales entre más personas. Haciendo una sencilla división, cada persona debería emitir poco más de 0,3 tCO2/año para llegar a un escenario que frenase el calentamiento del planeta.

Usted, como europeo, emite alrededor de 10 tCO2/año, por lo que debería dividir su emisión personal por 30. Es decir, reducirla un 97%. Si se quiere asumir que no habrá distribución de emisiones perfecta y que en Occidente en 2050 se seguirá emitiendo más per capita que en otras regiones de la tierra se podrá estirar la cifra un poco más, pero la cuestión es que no estamos hablando de emitir un poco menos o ni siquiera la mitad, estamos hablando de dejar de emitir prácticamente todo lo que emitimos actualmente.

Si el decrecimiento es la única respuesta a este reto, usted tiene que decrecer en un 97%. Permítame hacerle notar que eso implica que usted debe emitir menos que un habitante del 50% más pobre del África Subsahariana. No se trata, por tanto, de coger menos aviones o ir en bicicleta, ni tan solo en comprar menos ropa o comer menos carne. Estamos hablando de una reducción de emisiones radical que, si se debe “decrecer” de forma proporcional a la reducción de emisiones necesaria, implicaría una reducción extrema de todas las acciones, consumo o servicios que supongan emisiones asociadas.

Solo un cambio tecnológico profundo hará la diferencia, y eso implica necesariamente, también, tener la mente abierta frente a este cambio tecnológico con todas sus derivadas

Para conseguir esta reducción de emisiones no se necesita “decrecer”, lo que se necesita es que toda la producción y servicios de la humanidad no emita gases de efecto invernadero o lo haga en su mínima expresión. No hay decrecimiento ni remotamente posible para llegar a estas emisiones por esa vía, es ridículo pensar que se puede llegar a un nivel de vida compatible con eso porque representaría volver a un estilo de vida del siglo XIX y probablemente no de finales del siglo XIX. Para conseguir este nivel de emisiones lo que necesitamos es un cambio tecnológico radical y generalizado para que la movilidad, la climatización, la electricidad y la industria funcionen esencialmente con fuentes de energía no emisoras. Esa es la clave del cambio. Obviamente si se consigue reducir el consumo de energía la cantidad de cosas que deberemos cambiar será menor y podremos hacerlo más rápido (y en el proceso de descarbonización mayor velocidad ofrece más posibilidades de éxito), pero la inmensa mayoría del cambio que debemos realizar es tecnológico. Cuando hacemos modelos de transición energética trabajamos con reducciones de consumo de alrededor del 30% para los países desarrollados y alrededor del 5-10% para el mundo en general, porque son reducciones que son factibles sin reducir la calidad de vida, simplemente reduciendo el despilfarro y la ineficiencia estructural de nuestro modelo productivo.

Por eso el mensaje del decrecimiento como vía para solucionar el cambio climático es muy peligroso. Pensar que ese es el camino, además, se puede llegar a interpretar desde un punto de vista egoísta que se sacuda la responsabilidad personal de encima. “Si yo no tengo coche, si no me compro diez pantalones al año y no como chuletones. Que reduzcan los ricos, que ellos son los que emiten”. Este pensamiento no es una caricatura, es algo que piensa mucha gente por su desconocimiento sobre el grado de transformación necesario y las emisiones reales que se producen solo por vivir con los servicios que vive un ciudadano de un país desarrollado. El marco del decrecimiento fortalece este tipo de visiones e incluso produce cierto alivio emocional a estas personas que creen que están haciendo lo que deben hacer y que si todos viviesen como ellos sería suficiente. Y no lo sería, retrasaríamos el cambio climático unos años, ganaríamos tiempo, pero nada más. Solo un cambio tecnológico profundo hará la diferencia, y eso implica necesariamente, también, tener la mente abierta frente a este cambio tecnológico con todas sus derivadas (nuevas ciudades, nuevos vehículos, cambio en el paisaje por la presencia de energías renovables, etc.).

El decrecimiento, como marco conceptual contra la crisis climática, es un marco conflictivo y perjudicial porque el proceso de descarbonización no tiene nada que ver ni en grado ni en profundidad ni en la velocidad con otros conflictos sobre sostenibilidad. Eso no quiere decir que no se deba reducir el consumo de energía, se debe hacer, pero eso es una de las estrategias con las que trabajamos, no LA estrategia y mucho menos el único camino, como algunos dicen con un predeterminismo mesiánico. De hecho, está ampliamente aceptado que las dos principales estrategias para la reducción de emisiones son la instalación de energías renovables y el cambio de fuentes de energía (de combustibles fósiles a fuentes electrificadas y descarbonizadas), y ambas son estrategias que implican un fuerte crecimiento en los sectores económicos que se dedican a fabricar esas tecnologías. Conceptualizar crecimiento como algo malo per se nos llevaría a un callejón sin salida, porque necesitamos crecer, y mucho, en todos los sectores de las energías limpias, independientemente de qué suceda en el resto de sectores. La aversión a la tecnología como principal fuente de soluciones nos sitúa, también, ante la misma parálisis destructiva, porque la tecnología no solo es imprescindible sino que es el elemento fundamental para poder descarbonizar la economía.

Esto que digo no debería ser nada conflictivo, de hecho, considero que es compatible con una visión postcrecentista. Lo importante es el objetivo, la descarbonización, y seguir las estrategias más adecuadas para tal fin. Hemos estado muchos años combatiendo la idea de que el mercado, per se, lo arreglaba todo. No lo hace, son necesarias regulaciones, orientaciones, incentivos, imputación de externalidades, programas de sensibilización, etc. Hemos combatido la obsesión por el PIB como medidor unívoco del bienestar. Pero una vez hemos comprendido la enorme complejidad de este debate, ahora no podemos sustituir un dogma por otro. Enrocarse en el decrecimiento como vía mesiánica para combatir la crisis climática solo llevará al fracaso y a condenar al planeta al mismo destino aciago que cualquier posición retardista.

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Pedro Fresco es director de Transición Ecológica de la Generalitat Valenciana.

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