Félix Santos

La mentalidad militar hizo creer a toda la sociedad durante siglos que los desertores y los amotinados durante las guerras eran gente cobarde, merecedores de los más severos castigos, años de cárcel y, con frecuencia, la pena capital. Y por ello fueron fusilados miles de ellos en las sucesivas contiendas.

Fue durante la primera Guerra Mundial (1914-1918) cuando se produjeron las circunstancias más extremas y desesperantes que llevaron a muchos soldados a desertar. Aquella guerra fue una carnicería en la que fueron sacrificados millones de jóvenes soldados. Los cementerios que jalonan tantas localidades francesas que hoy podemos visitar lo recuerdan.

El momento en que se produjeron más fusilamientos de desertores fue al comienzo de la contienda. En Francia fueron ajusticiados 563 desertores o amotinados. Otro momento crítico se produjo durante la terrible batalla del Somme, en 1916, en la que murieron 600.000 soldados, ingleses, franceses o alemanes. También fue crítica la batalla que se produjo en la primavera de 1917, conocida como la Batalla del Camino de las Damas, una ofensiva fallida, militarmente desastrosa, con la que Francia pretendía poner fin rápidamente a la guerra. El general francés Georges Nivelle ordenó aquellos ataques masivos contra las tropas alemanas parapetadas. Desde sus inicios quedó claro que los soldados iban a una muerte segura. Al cabo de dos meses se habían producido 110.000 bajas y ningún avance. Los soldados poilus, peludos, en el lenguaje popular empezaron a amotinarse negándose a obedecer. 30.000 amotinados llevaron a cabo una “grève des attaques”. Los mandos trataron de frenar ese movimiento a base de castigos y condenas a muerte. 3.427 fueron represaliados, 554 con la pena de muerte. 57 fueron fusilados. Como dice Celine con sarcasmo en su famosa novela Viaje al fin de la noche: “empezaron a fusilar a soldados para subirles la moral”. Stanley Kubrick se inspiró en estos episodios para rodar su célebre película Senderos de gloria.

Los desertores no son esos cobardes que rehuyen alistarse o que abandonan el campo de batalla incitados por el miedo cuando la cosa se pone fea. Al contrario, por lo general son gente valiente que antepone su libre conciencia y su dignidad

En aquellas jornadas del mes de mayo de 1917 se popularizó entre los soldados franceses amotinados la “chanson de Craonne, una canción contestataria que fue prohibida por el mando militar, por derrotista, antimilitarista, subversiva e incitante a la deserción. Craonne es el nombre de un pueblo del departamento de Aisne, destruido en el curso de las sangrientas ofensivas que dieron lugar a los motines. Las primeras estrofas de esta mítica canción decían:

Cuando al final de ocho días el resto haya terminado

Vamos a regresar a las trincheras,

Nuestro lugar es tan útil

Que sin nosotros se toma la batería

Pero se ha terminado, hemos tenido suficiente

Nadie quiere caminar más

Y nuestros corazones están grandes, como en un sollozo

Decimos adiós a los cívicos

Incluso sin tambores y sin trompetas

Vamos allá arriba, bajando la cabeza

Adiós vida, adiós amor ,

Adiós a todas las mujeres

Hemos terminado, es para siempre

De esta guerra infame

Es en Craonne en la meseta

donde debemos dejar nuestra piel

Porque todos estamos condenados

Somos los sacrificados

Prohibida durante mucho tiempo, la “chanson de Craonne” se ha convertido en los últimos años en Francia en un signo de protesta para los pacifistas y antimilitaristas. Y ha pasado a ser incluso asumida por instancias oficiales. En 1998, el entonces Primer Ministro, el socialista Lionel Jospin, rindió homenaje a los soldados fusilados por los motines de la Primera Guerra Mundial en un discurso pronunciado en Craonne. Ese discurso de Jospin fue duramente criticado por el entonces presidente de la República, Jacques Chirac. Pero veinte años más tarde, la canción y el homenaje a los soldados fusilados ha llegado a alcanzar un amplio consenso político. El 16 de abril de 2017 la “chanson de Craonne” fue cantada ante el presidente de la República François Hollande por primera vez en una ceremonia oficial con ocasión del centenario de la “Batalla del Camino de las Damas”. 

La vida de los soldados, muchachos de veinte o veintipocos años, en las trincheras del frente se reducía, ofensiva tras ofensiva, a lo largo de aquellos cuatro siniestros años que duró la guerra, a matar y a extremar las medidas para evitar que te maten. En definitiva, la vida del soldado se reducía a caminar embrutecidamente, haciendo equilibrios por el filo fronterizo de la muerte, ajena o propia. Muchos de esos chicos se habían enrolado como voluntarios, entusiasmados por los himnos, los desfiles y las soflamas nacionalistas de políticos y profesores. Pero en el frente se encontraron con que la guerra era una descomunal carnicería. De modo que la tentación de escapar de ese infierno era lo más lógico y sensato.

Escapar de aquella realidad insufrible, abocada a muertes o mutilaciones espantosas que les rodeaban, era el imperativo impuesto por el instinto de supervivencia o por el repudio de la guerra, plagada de asesinatos. Ante ese trance trágico, muchos soldados se amotinaban o desertaban.

El escritor zaragozano Joaquín Berges ha reivindicado en su novela Los desertores, publicada en 2018 (Tusquets), el honor perdido de los soldados desertores que siguiendo un instinto de supervivencia antepusieron el dictado de su conciencia individual frente a la sinrazón militar.  

Los desertores no son esos cobardes que rehuyen alistarse o que abandonan el campo de batalla incitados por el miedo cuando la cosa se pone fea. Al contrario, por lo general son gente valiente que antepone su libre conciencia y su dignidad, o su instinto de salvar la vida, arriesgando y jugándosela, paradójicamente. Los soldados encarcelados o ajusticiados por su propio bando por poner en duda y desobedecer órdenes absurdas que les llevaban a la muerte, por negarse a participar en una contienda o en ofensivas para lanzarse contra un enemigo parapetado, sin posibilidades de éxito, no eran meros cobardes. Para una corriente de opinión hoy cada vez más amplia, esos desertores son víctimas de la guerra a cuyas insensateces se enfrentan con valor, y de ninguna manera son unos traidores.

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Félix Santos es periodista y exdirector de Cuadernos para el diálogo.

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